Víctima o Arrepentido, Yo decido…

No busquemos culpables dónde no los hay y empecemos a usar el superpoder de la comprensión

     Hermanos, detengámonos un instante. Observemos con atención esa cruda verdad que a menudo evitamos mirar de frente: afilamos el puñal de nuestro propio enemigo cuando nos permitimos ser consumidos por la victimización, por la conmiseración. Esto no s impide avanzar hacia la plenitud diseñada para nosotros.

Imaginemos por un momento un jardín exuberante, lleno de potencial para dar frutos deliciosos. Cada uno de nosotros es ese jardín, con semillas de talento, amor y propósito sembradas en nuestro interior por el Creador. Sin embargo, en lugar de cultivar la tierra con diligencia, regar las plantas con esmero y protegerlas de las plagas, permitimos que la maleza del resentimiento, la autocompasión y el miedo crezca sin control. Estas malas hierbas nos sofocan, impidiendo que florezcamos y demos en su tiempo el fruto abundante para el que fuimos destinados.

Esta analogía nos ayuda a comprender la profunda verdad que se nos revela: la capacidad de dejar de auto-sabotearnos reside en nuestras propias manos. Debemos decidir conscientemente, tomar las herramientas de la labranza y ponernos a trabajar conforme al diseño.

La Palabra de Dios nos guía. En Romanos 12:2, se nos exhorta: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.” Este versículo nos llama a trascender la mentalidad de víctima, esa complacencia en el lamento y la auto justificación en las limitaciones. La verdadera transformación comienza con el nuevo nacimiento, y en la renovación de nuestra mente, a la mente de Cristo.

Escuché ésta frase la cual me dejó mucho en que pensar: “Yo prefiero mil veces a un culpable arrepentido que a una víctima. Porque las víctimas no buscan amor, no buscan justicia, buscan venganza.” Esta afirmación me confronto con la naturaleza estéril y destructiva de los hombres y mujeres que se victimizan, ¿cuántas veces hemos pasado por allí?. Una persona atrapada en este papel, no busca la sanación ni la reconciliación; su fuerza se consume en la búsqueda de venganza, en la necesidad de que el mundo pague por su sufrimiento. Este anhelo de venganza se convierte en una prisión invisible, encadenando su corazón y nublando su juicio. Ésta condición artificial, les da el derecho a causar heridas en otros.

En contraste, el culpable arrepentido reconoce su responsabilidad, asume las consecuencias de sus actos y abre la puerta a la redención. Su humildad y su deseo de enmienda son semillas de esperanza, tanto para sí mismo como para aquellos a quienes ha afectado.

¿Cuántas veces nos hemos quedado atrapados en el papel de víctimas, justificando nuestra inacción y nuestra falta de compromiso con nuestro crecimiento en Cristo?. Hemos culpado a las circunstancias, a las personas, incluso a un destino cruel, por nuestra incapacidad de alcanzar nuestro potencial. Pero la verdad es que, en muchos casos, somos nosotros mismos quienes afilamos el puñal que nos hiere, al aferrarnos a la autocompasión y al miedo al cambio.

Dejemos de ser víctimas, ¿cómo puedo culpar lo que no comprendo?.

Esta perspectiva radical nos libera de la trampa del resentimiento. En lugar de enfocarnos en la maldad o la intención dañina de otros, se nos invita a considerar su contexto, su historia, sus propias heridas.

Esta no es una justificación de la maldad, sino un llamado a la comprensión, un talento que debemos desarrollar y que nos salva de nosotros mismos.

La comprensión no es condescendencia ni aprobación; es la capacidad de ver más allá de la superficie, de reconocer la humanidad, incluso en aquellos que nos han lastimado. Es entender que sus acciones usualmente son el resultado de su propio dolor, de sus propias limitaciones, de las enseñanzas erróneas que han recibido y creído.

Pensemos en las palabras de Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). En el momento de máximo sufrimiento, su respuesta no fue la venganza ni la maldición, sino la compasión y la comprensión de la ignorancia de sus verdugos. Este es el nivel de amor y entendimiento al que estamos llamados.

¿Cómo me puedo ofender con una persona que no conoce la gracia? Es ambiciosa o padece del cáncer del egoísmo o del virus de la ira. ¿Cómo puedo yo culpar a esa persona por ser como es o por intentar atacarme?.

Esta reflexión nos lleva al centro de la cuestión que quiero destacar hoy: la confusión entre querer y amar, y cómo este error fundamental nos impide hacer lo que sabemos en nuestro interior que debemos hacer.

La idea central es que a menudo confundimos el querer egoísta con el verdadero amor. El querer egoísta se centra en nuestras propias necesidades, deseos y expectativas. Queremos que los demás sean de cierta manera, que actúen según nuestros intereses, que nos brinden validación y seguridad. Cuando estas expectativas no se cumplen, experimentamos frustración, resentimiento e incluso ira. Este “querer” posesivo y demandante, es la raíz de muchos de nuestros conflictos internos y externos.

Por otro lado, el amor verdadero, el ágape del que hablan Las Escrituras, es un amor condicionado a Cristo, sacrificial y que busca el bienestar del otro por encima del propio. No se basa en la necesidad de recibir, sino en el deseo de dar y servir. Este amor comprende, perdona y se extiende incluso a aquellos que nos han ofendido.

Cuando operamos desde el querer egoísta, nuestras acciones están motivadas por la necesidad de satisfacer nuestras propias carencias. Tememos el rechazo, la crítica y la pérdida, por lo que evitamos tomar riesgos, expresar nuestra verdad y perseguir nuestros sueños. Nos quedamos atrapados en la inacción, sabiendo en nuestro interior lo que debemos hacer para crecer y cumplir nuestro propósito, pero paralizados por el miedo a no obtener lo que “queremos” de los demás.

Recuerda, eres un templo de Dios, como todos nosotros. Eres un tesoro para Dios. ¿Quién es el responsable de protegerlo? ¿Ese señor que está a punto de insultarme? No, soy yo. Y yo decido si lo que tú estás haciendo es insultarme o si lo que tú estás haciendo es ser víctima de tu propia persona. ¿Sabes? No te puedo culpar.”

Esta poderosa declaración nos devuelve la responsabilidad de nuestras propias vidas y de nuestra propia paz interior. No podemos depender de los demás para que nos validen, nos protejan o nos den permiso para ser quienes realmente somos. Nuestro valor reside en nuestra identidad como templos de Dios, como tesoros divinos. La responsabilidad de proteger ese tesoro recae únicamente en nosotros.

¿Quién es más tesoro, el oro, o el hombre que le da valor al oro?

Cuando alguien intenta dañarnos con palabras o acciones, tenemos la libertad de elegir cómo respondemos. Podemos reaccionar desde la herida y el resentimiento, alimentando el ciclo de victimización, o podemos elegir la comprensión y la compasión, reconociendo que su comportamiento puede ser un reflejo de su propio sufrimiento.

En 1 Pedro 3:9, se nos exhorta: “no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino por el contrario, bendiciendo, sabiendo que para esto fuisteis llamados, para que heredaseis bendición.” Este versículo nos desafía a romper el ciclo de la venganza y a responder al mal con bien, confiando en la justicia y en el poder transformador del amor.

Hermanos y hermanas, la invitación hoy es a desatar el superpoder de la comprensión en nuestras vidas. A dejar de operar desde el querer egoísta que nos paraliza y nos encadena al resentimiento. A reconocer la humanidad, incluso en aquellos que nos han herido. A asumir la responsabilidad de proteger el tesoro que Dios ha depositado en nosotros.

Cuando comprendemos que las acciones de los demás a menudo provienen de su propio dolor y sus propias limitaciones, podemos liberarnos de la necesidad de culparlos y podemos enfocarnos en nuestra propia sanación y crecimiento. Podemos dejar de afilar el puñal de nuestro enemigo interno y vencer.

En lugar de buscar venganza, hagamos justicia, y la paz que sobrepasa todo entendimiento (Filipenses 4:7) vendrá sobre nosotros. En lugar de aferrarnos a la victimización, abracemos la responsabilidad de comprender y ver mas allá. En lugar de querer egoístamente, aprendamos a amar con el amor condicionado a Cristo.

Que el Espíritu Santo nos guíe en este camino de transformación, para que podamos vivir vidas plenas, libres del peso del resentimiento y llenas del poder sanador de la comprensión y el amor verdadero. Amén.

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