Imaginen una casa grande, llena de abundancia, donde el padre ama con un amor que no se puede medir. En esta casa vivían dos hermanos. Uno, el menor, un día tomó lo que le pertenecía y se fue, derrochando todo en una vida sin control. El otro, el mayor, siempre estuvo allí, trabajando la tierra, cumpliendo con sus deberes.
Cuando el hijo menor regresó, hambriento y arrepentido, el padre lo recibió con los brazos abiertos, organizando una fiesta que llenó de alegría toda la casa. Pero el hijo mayor estaba en el campo, y al escuchar la música y el baile, se llenó de rabia. No quería entrar.
El padre salió a rogarle, pero él respondió con amargura: “Mira, tantos años te he servido, y jamás he desobedecido una orden tuya. ¡Pero a mí nunca me has dado ni siquiera un cabrito para celebrar con mis amigos!” (Lucas 15:29)
Estas palabras nos muestran una realidad triste: este hermano, aunque estaba en la casa del Padre, ¡no disfrutaba de ninguno de sus beneficios! Vivía en la abundancia, pero su corazón estaba vacío. Trabajaba, sí, pero su trabajo no era fruto del amor, sino de la obligación.
¿Se dan cuenta de la ingratitud en sus palabras? “Tantos años te he servido…” Suena más a un esclavo contando sus cadenas que a un hijo hablando con su padre. No veía la bendición de estar en casa, la seguridad, el amor constante del padre. Estaba tan enfocado en lo que creía que merecía, que no podía ver lo que ya tenía.
Las escrituras nos recuerdan: “Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús.” (1 Tesalonicenses 5:18). La gratitud abre nuestros ojos a las bendiciones que nos rodean, sin embargo la queja los cierra, endureciendo el corazón.
Aunque físicamente estaba en la casa, su corazón estaba lejos. No compartía la alegría del padre, no entendía su gran amor por los hijos. Era como si una pared invisible lo separara de la verdadera intimidad familiar.
Así pasa muchas veces en nuestras vidas espirituales. Podemos estar en la iglesia, participar en las actividades, incluso servir, pero si nuestro corazón no está conectado con Dios por el amor y la gratitud, nuestra presencia es solo física. Jesús dijo: “Este pueblo de labios me honra, pero su corazón está lejos de mí.” (Mateo 15:8). ¿Tu corazón está lejos del corazón del Padre?.
El hermano mayor trabajaba, pero su intención y motivación era egoísta. “¡Pero a mí nunca me has dado…!” Su enfoque estaba en lo que él no recibía, no en servir al padre por amor. Sus obras no tenían un propósito eterno, nacían de la frustración y la envidia.
Las escrituras nos enseñan: “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís.” (Colosenses 3:23-24) Cuando servimos con amor a Dios, nuestro trabajo traspasa lo terrenal y aporta un valor eterno. Pero cuando lo hacemos por obligación o para buscar reconocimiento propio, ese servicio es infructuoso.
Por su actitud, este hermano no conocía verdaderamente a su padre. Veía un patrón, un jefe al que debía obedecer, pero no un corazón lleno de amor y misericordia. Por eso, no podía entender la alegría por el regreso de su hermano.
De la misma manera, muchos que están cerca de la iglesia no conocen realmente a Dios. Conocen las reglas, las doctrinas, pero no han experimentado su amor transformador. Jesús dijo: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.” (Juan 17:3) El conocimiento de Dios va más allá de la información; es una relación íntima y personal.
Y tristemente, si no conocemos al Padre, en un sentido espiritual, Él tampoco nos conoce en esa intimidad profunda. Jesús advirtió: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Jamás os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.” (Mateo 7:21-23) ¡Qué palabras tan fuertes! Podemos estar haciendo muchas cosas en nombre de Dios, pero si nuestro corazón no está conectado con Él, si nuestra motivación es egoísta, Él puede decirnos: “Jamás os conocí”.
La parábola nos presenta una verdad que puede incomodarnos: el hijo que se fue y regresó arrepentido demostró una mayor comprensión del corazón del padre que el que siempre estuvo en casa. El hijo pródigo experimentó la necesidad, el arrepentimiento y la alegría del perdón. Su regreso trajo alegría al corazón del padre.
El hijo mayor, en cambio, se quedó estancado en su orgullo y su resentimiento. Su presencia constante en la casa no significó una conexión profunda con el padre.
La Realidad en la Iglesia de Hoy
Esta parábola no es solo una historia antigua; es un espejo que refleja muchas realidades en la iglesia actual. Hay quienes asisten fielmente, cumplen con sus deberes, pero en su corazón hay la misma condición, la misma falta de gratitud, el mismo egoísmo que el hermano mayor. No disfrutan de la abundancia del amor de Dios, viven como si estuvieran en escasez espiritual, y sus obras no nacen de un corazón agradecido. No aman, entonces no se dan.
Amados, esta parábola nos desafía a mirar hacia adentro. ¿Nos parecemos más al hijo pródigo que regresó con un corazón humilde, o al hermano mayor que, estando cerca, estaba lejos del corazón del padre?
Preguntémonos:
¿Somos agradecidos por las bendiciones que Dios nos da cada día, grandes y pequeñas? (Salmo 100:4: “Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanza; alabadle, bendecid su nombre.”)
¿Nuestra presencia en la iglesia es solo física, o nuestro corazón está realmente conectado con Dios? (Hebreos 10:22: “Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura.”)
¿Servimos a Dios por amor y gratitud, o por obligación o buscando reconocimiento? (1 Corintios 16:14: “Todas vuestras cosas sean hechas con amor.”)
¿Conocemos realmente a Dios como un Padre amoroso y misericordioso? (1 Juan 4:8: “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor.”)
No permitamos que la rutina, las heridas del pasado, la incredulidad, la religiosidad vacía o el resentimiento nos impidan disfrutar de la plenitud de la vida en el Padre. No nos conformemos con ser sombras en su casa, sino hijos amorosos y agradecidos en Cristo, que hablan y caminan como resucitados.
No nos conformemos con ser ovejas, estamos llamados a ser Reyes y Sacerdotes de un Reino Inconmovible fundamentados en la unidad y el amor.
El Padre está esperando con los brazos abiertos, no solo a los que regresan arrepentidos, sino también a aquellos que, estando cerca, necesitan abrir su corazón a su amor en Cristo. No perdamos la oportunidad de conocerlo verdaderamente y de vivir en la abundancia de su gracia. Que nuestra presencia en su casa sea una expresión de amor y gratitud, y que nuestras obras sean verdaderamente la obra del Hijo, el reflejo del corazón del Padre. ¡Amén!