Parásitos morales

La naturaleza de un parásito es egoísta, y tú naturaleza es divina, DESPIERTA...

     Desde el principio, fuimos sembrados con propósito. El soplo del Creador no fue puesto en nosotros para la mera existencia, sino para la abundancia. Fuimos formados para llevar fruto, fruto de justicia, de misericordia, de verdad. Somos, como anuncia el profeta, árboles de justicia, plantíos de Jehová para gloria suya (Isaías 61:3). Pero hay un dolor profundo en el corazón de Dios cuando el árbol que Él plantó, regó y cuidó… se niega a florecer.

Porque no se trata de incapacidad, sino de rebeldía. No de esterilidad del alma, sino de voluntaria desconexión de la raíz. Y cuando eso ocurre, el árbol no solo deja de dar, sino que empieza a tomar. Se convierte en algo más oscuro: un parásito moral.

Un parásito vive del cuerpo sin contribuir a su vida. Se alimenta, pero no nutre. Consume pero no ofrece. Así es el que fue llamado a dar justicia y se rehúsa: vive del amor que otros siembran, habita en la gracia que no valora, y se beneficia de la fe sin caminar en ella. No edifica, no consuela, no sirve; solo se sirve. Y aunque se vista de hojas, su interior está vacío.

Pero ¡qué contradicción tan dolorosa!, porque esas hojas estaban destinadas a otra cosa. No eran para cubrir la esterilidad, sino para sanar. “Las hojas del árbol eran para sanidad de las naciones” (Apocalipsis 22:2). En el diseño eterno, el árbol de justicia no solo da fruto, también tiene hojas que curan heridas, que restauran pueblos, que alivian a los quebrantados. Pero cuando dejamos de cumplir este llamado, nuestras hojas dejan de sanar… y se vuelven máscaras. Y al negarnos a esa vocación sanadora, no solo nos secamos por dentro: nos convertimos en parásitos de una obra redentora a la que hemos dejado de contribuir.

Jesús se encontró con uno de estos árboles. Caminaba con hambre y halló una higuera llena de hojas, promesa de fruto. Pero al acercarse, solo encontró una fachada (Marcos 11:13). El dolor de esa escena no es la maldición, sino la decepción. El Dios que busca fruto en nosotros, que se acerca con esperanza al corazón de sus hijos, muchas veces encuentra solo apariencia. Hojas. Palabras. Liturgia. Pero no hay justicia, no hay misericordia, no hay compasión, no hay amor.

Este parásito moral no siempre es violento o cruel. A veces es simplemente indiferente. Como el sacerdote y el levita que vieron al herido en el camino y pasaron de largo (Lucas 10:31-32). No golpearon, no ofendieron, no robaron… pero tampoco amaron. El Reino no solo se edifica evitando el mal, sino haciendo activamente el bien.

Jesús fue feroz con este tipo de parasitismo. No lo toleró en los de su tiempo, a quienes llamó “sepulcros blanqueados” (Mateo 23:27). Bonitos por fuera, pero muertos por dentro. Predicaban sin compasión, enseñaban sin cargar las cargas. Usaban la Ley como látigo, no como manto de redención.

El apóstol Judas los llama nubes sin agua, árboles otoñales sin fruto, dos veces muertos y desarraigados (Judas 1:12). Es decir, no solo no dan, sino que contaminan. No solo no sanan, sino que enferman. Son presencia vacía que arrastra a otros a la misma sequedad. Viven de la fe, pero no caminan en ella. Se alimentan del amor de la comunidad, pero no siembran ni una semilla de gracia.

Pero aquí es donde el amor de Dios asombra. Porque al árbol estéril no lo destruye de inmediato. Le da tiempo. Lo rodea de esperanza. En Lucas 13, el viñador intercede: “Déjalo un año más. Cavaré a su alrededor, lo abonaré; tal vez dé fruto” (Lucas 13:8). Ese es el latido del cielo. No es la condena, es el llamado. No es el castigo, es la oportunidad. La espada del amor no corta para herir, sino para abrir el corazón endurecido.

Y sin embargo, llega el momento de la decisión. No se puede vivir eternamente del Reino sin vivir para el Reino. “Todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego”, dijo Jesús (Mateo 7:19). No por crueldad, sino porque el Reino es vida, y la vida no sostiene lo que se niega a participar en ella.

Tal vez tú que lees esto has sentido que das poco fruto. Tal vez te has escondido entre hojas, esperando que nadie mire de cerca. O tal vez has vivido años recibiendo, pero sin dar. Comiendo pan de gracia, pero sin partirlo con nadie. Quiero decirte: este no es un mensaje de culpa. Es una puerta. Porque el agricultor, nuestro Señor, aún cava, aún abona, aún espera por ti.

Cristo te llama a despertar. No a producir por miedo, sino a florecer por amor. No a servir por presión, sino a dar porque has sido llenado. Él no exige, Él forma. No impone, Él transforma.

Y si alguna herida del pasado te paralizó, si alguna decepción te secó las ramas, escucha esta promesa que se cumple desde hace más de dos mil años: “A los quebrantados de corazón los sana, y venda sus heridas” (Salmo 147:3). Él restaura primero para luego sembrar. No te pide fruto donde no ha llovido. Primero riega tu alma, y luego brota el renuevo.

Porque no fuiste llamado a vivir consumiendo, sino generando. No a existir como sombra, sino a convertirte en árbol que da sombra al fatigado. A ser río en sequedad. Manantial en desierto. Árbol cuyas hojas sanan y cuyos frutos redimen.

Y a ti, líder, maestro, pastor, servidor del Reino: examina si estás dando fruto, o si esperas que Jesús tenga que venir nuevamente para entonces dar fruto, o si solo estás viviendo del fruto de otros. No sea que, como los fariseos, hables de Dios sin habitar en su misericordia. Recuerda que “la fe sin obras está muerta” (Santiago 2:26). Y que servir sin amor es música que no suena.

Pero hoy, si oyes su voz, no endurezcas tu corazón (Hebreos 3:15). Esta palabra no es un juicio, es una promesa viva que hoy se cumple si quieres. Porque aún puedes florecer. Aún puedes cambiar. Aún puedes ser ese árbol junto a corrientes de aguas, que da su fruto a su tiempo, y su hoja no cae (Salmo 1:3).

La tierra está lista, el sol brilla, y el Creador camina por el jardín haciendo crecer para ir a buscar tus frutos. ¿Qué verá en ti?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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