No somos religión, somos GOBIERNO

Los gobiernos de los hombres no tienen potestad sobre la Iglesia. Es la Iglesia la que tiene potestad sobre los gobiernos de los hombres

      En el corazón de la creación, mucho antes de que los imperios se alzaran y cayeran, mucho antes de que las coronas brillaran con el poder terrenal, existía un plan divino tejido con hilos de amor y libertad. Un plan que sobrepasa la ambición de un solo hombre, un diseño majestuoso que contemplaba una nación entera investida de realeza y sacerdocio, donde la autoridad suprema residiría únicamente en el Creador mismo, el Rey de reyes y Señor de señores.

Imagina por un instante ese Edén original, donde la comunión entre Dios y el hombre era directa, sin intermediarios, sin jerarquías terrenales que oscurecieran la gloria divina. En ese entonces, la autoridad fluía libremente del Padre a sus hijos, dotándolos de la capacidad de gobernar sobre la creación, de administrarla con sabiduría y amor, reflejando así el carácter de su Rey celestial. Génesis 1:26-28 nos revela este diseño original: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.” Este mandato de señorear no era un permiso para la tiranía, sino una invitación a participar en el gobierno divino sobre la creación.

Sin embargo, la historia de la humanidad tomó un giro sombrío. El anhelo de dominio, inherente al ser humano pero distorsionado por la separación de Dios, comenzó a manifestarse de una manera egoísta y opresiva. Hombres, operando bajo su instinto natural de liderazgo pero apartados de la fuente de toda autoridad verdadera, buscaron establecer sus propios reinos, sus propias jerarquías de poder. En este proceso, la figura de Dios fue relegada, su autoridad divina fue confinada a un ámbito que ellos denominaron “religión”, un concepto que, en su manipulación, se convirtió en un mero apéndice del estado, una herramienta para legitimar su propio poder terrenal.

Considera el clamor de Israel en 1 Samuel 8:7: “Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino que me han desechado a mí, para que no reine sobre ellos.» El deseo de tener un rey humano, “como todas las naciones”, fue un rechazo explícito del gobierno directo de Dios. Este pasaje nos revela una verdad profunda: cuando los hombres buscan un gobernante terrenal en lugar de someterse a la soberanía divina, están, en esencia, desplazando a Dios de su legítimo lugar como Rey.

La “religión”, tal como la conocemos hoy en día, con sus estructuras rígidas y su potencial para la manipulación, no era parte del plan original de Dios. Más bien, este término ha sido, en muchos casos, una construcción humana, una patraña concebida en la mente de aquellos que ostentan el poder y que no desean rendir cuentas a una autoridad superior. Al confinar a Dios a la esfera de lo “religioso”, buscan limitar su influencia, domesticar su poder transformador y asegurarse de que, en momentos de crisis, la “religión” siempre esté subordinada a los intereses del estado.

La vida y la muerte de Jesucristo son el ejemplo más palpable de esta dinámica. Él no fue ejecutado por transgredir leyes religiosas en el sentido estricto de la palabra. Sus acusadores, astutamente, presentaron cargos políticos ante el Imperio Romano. Lo acusaron de sedición, de proclamarse rey, de amenazar el orden establecido. Lee Juan 19:12: “Desde entonces procuraba Pilato soltarle; pero los judíos clamaban, diciendo: Si a éste sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone.” La “blasfemia” que le imputaban los líderes religiosos era una herramienta para incitar a la multitud y para justificar su entrega a las autoridades romanas, quienes solo entendían el lenguaje del poder político.

La política, en su esencia más pura, es el arte de gobernar, de dirigir una comunidad hacia el bien común. Jesús, con su mensaje del Reino de los Cielos, estaba presentando una forma radicalmente diferente de gobierno, una basada en el amor, la justicia, la misericordia y la verdad. Este Reino no era terrenal, pero su influencia transformadora tenía el potencial de desmantelar los sistemas de poder opresivos y egoístas de la época. Por eso fue percibido como una amenaza política. Y hasta el día de hoy lo es.

Así como el pueblo de Israel despreció a Dios como su Rey en el Antiguo Testamento, prefiriendo un monarca humano, así también las autoridades religiosas y políticas de la época despreciaron y finalmente mataron al Dios encarnado. Su crimen no fue una simple ofensa religiosa; fue una confrontación directa con el poder establecido, una negativa a permitir que el verdadero Rey gobernara. Su resurrección, sin embargo, fue el sello indiscutible de su autoridad y la derrota de aquellos que intentaron silenciar la voz del Reino.

Ahora, considera esto profundamente, Iglesia de Cristo: tú no eres una mera institución religiosa entre muchas. Tú eres la manifestación terrenal del Reino de los Cielos, el poder político de Dios operando en la tierra en el nombre de Jesús. Tu autoridad no emana de decretos humanos ni de la aprobación de los gobiernos; proviene directamente del Rey de reyes. Mateo 16:18-19 es una declaración poderosa: “Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.” Estas “llaves del reino” representan la autoridad delegada por Jesús a su Iglesia para actuar en su nombre, para establecer su justicia y su paz en la tierra.

No te permitas ser encasillada por aquellos que, sin comprender la naturaleza del Reino de Dios, te reducen a la categoría de “religión”. Este término, en su uso secular, a menudo implica un sistema de creencias y prácticas privadas, separadas de la esfera pública y política. Pero la Iglesia de Cristo es mucho más que eso. Es una comunidad de ciudadanos del Reino celestial, llamados a influir en cada aspecto de la sociedad con los valores y principios de ese Reino.

La autoridad que posees no es para construir imperios terrenales ni para buscar el poder por el poder mismo. Es una autoridad dada para levantar al caído, para vendar al quebrantado de corazón, para sanar al enfermo, tanto física como espiritualmente, y para proclamar buenas nuevas a los pobres de espíritu. Lucas 4:18-19 resume la misión de Jesús, que también es la misión de su Iglesia: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor.” Este es un programa de gobierno radical, un mandato para transformar la sociedad desde sus cimientos.

Recuerda las palabras de Jesús en Mateo 28:18: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” Esta autoridad no se quedó en el cielo; él la delegó a sus seguidores. Eres parte de ese linaje real y sacerdotal del que habla 1 Pedro 2:9: ”Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.” Tu identidad no es la de un súbdito de un reino terrenal, sino la de un miembro de una nación santa, gobernada por el Rey eterno.

Levántate y resplandece, Iglesia de Cristo, porque tu luz ha llegado, y la gloria del Señor ha nacido sobre ti (Isaías 60:1). No te escondas bajo la etiqueta limitante de ”religión”. Despliega tus alas de autoridad divina y ejerce el poder del Reino con amor y justicia. El destino final de los gobiernos de los hombres que operan sin Dios es someterse, tarde o temprano, a la autoridad y a la manifestación gloriosa de los hijos de Dios. Romanos 8:19 declara con esperanza: “Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios

Tu voz profética debe resonar en las esferas de la política, la economía, la educación, las artes y los medios de comunicación. No para imponer tus creencias, sino para sembrar las semillas de la justicia, la verdad y el amor que son los fundamentos del Reino de Dios. Tu labor no es solo predicar dentro de cuatro paredes, sino transformar las estructuras de la sociedad con la sabiduría divina.

No temas enfrentarte a la oposición, pues mayor es el que está contigo que el que está en el mundo (1 Juan 4:4). La historia está llena de ejemplos de cómo el poder terrenal se tambalea ante la firmeza de aquellos que están arraigados en la autoridad celestial. Sé valiente, sé audaz, sé la sal de la tierra y la luz del mundo (Mateo 5:13-16).

El plan de Dios nunca fue una monarquía terrenal, sino una nación de reyes y sacerdotes. Tú eres esa nación. Ejerce tu realeza sirviendo, y tu sacerdocio como sacrificio vivo. Manifiesta el Reino de los Cielos en cada rincón de la tierra. Tu identidad es política en el sentido más elevado: eres un agente de transformación del gobierno divino en un mundo que clama por justicia y paz. Levántate, Iglesia, y gobierna con el corazón del Rey.

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