No culpes más a Dios. No culpes más a Satanás. No desvíes más el rostro que debería mirarse en el espejo. El verdadero responsable de la desdicha humana es el hombre mismo, que ha permitido que su mente (el horno de sus decisiones, el teatro de sus guerras) sea invadida por pensamientos que lo destruyen. Pensamientos que disfrazan lo santo de aburrido, lo verdadero de dudoso, lo eterno de innecesario.
Dios reina. Él no ha huido. No se ha escondido detrás de los velos del universo esperando que el hombre tropiece solo. Él aguarda. Como padre en la puerta, como centinela en la noche, como amigo paciente. La enemistad que había entre el Creador y la criatura ya fue quitada por Cristo. “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10). ¿Qué más se necesita? ¿Qué otra señal quieres para correr a su encuentro?
Satanás está vencido. Ya no es el dragón invencible de los temores humanos. Es serpiente sin aguijón, sombra sin sustancia. Su derrota fue pública, expuesta en el madero como un espectáculo para los que tengan ojos. “Y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15). No temamos más a un enemigo derrotado, temamos a la cobardía de no rendirnos al vencedor. Todo aquel que se entregue a Cristo está seguro, rodeado, sellado por su victoria.
Es imposible no agobiarse en este mundo. No hay mascarilla para las emociones ni refugio terrenal que detenga las ráfagas de ansiedad y miedo. Pero el que venció el mundo dijo algo que no deberíamos olvidar: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). La invitación es clara. Confiar no es cruzarse de brazos esperando que todo se resuelva. Confiar es andar aunque no haya camino. Es sembrar aunque no haya lluvia. Es seguir amando cuando te han quitado el alma.
¿Y qué implica confiar? ¿Será pasividad envuelta en espiritualismo? ¿Será mirar al cielo y decir “haz tu voluntad” mientras se cruza uno de brazos? No. Confiar en Dios nunca fue espera hueca. Mientras Él hace su parte, tú debes hacer la tuya también. Cristo no es un talismán que se cuelga del cuello ni una estampita que protege el automóvil. “Estar en Cristo” implica fusión, comunión, transformación. Su forma de pensar se vuelve la nuestra. Sus palabras invaden nuestras decisiones. Y nuestros pensamientos (los más íntimos, los que nadie ve) deben ser llevados cautivos a su obediencia. “Llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:5).
Aquí está la verdadera batalla del siglo XXI. El nuevo satanás no es la figura de cuernos rojos, sino el edificio invisible de pensamientos que destruyen. Son esas ideas que se levantan como fortalezas contra la paz que se nos prometió. “Los pensamientos destructivos” no son simplemente tristeza o duda. Son todo aquello que te aleja de Cristo, que te roba la paz, que te convence de que la fe es ingenua, de que el perdón es débil, de que la esperanza es para ilusos.
La verdadera paz no es estar en la playa paradisiaca de la isla de Cerdeña, con una piña colada entre las manos y la arena rosada como colchón. Esa es evasión, no paz. Esa es decoración, no restauración. La paz verdadera es poder dormir mientras el mar ruge. Es sonreír cuando mil caen a tu lado, y diez mil a tu diestra, como dice el salmo: “Mas a ti no llegará” (Salmos 91:7). ¿Cómo no va a ser eso milagro? ¿Cómo no va a ser eso prueba de que hay otra forma de vivir?
Mantén a raya la forma de pensar destructiva. Detén al ladrón antes que entre por la ventana. El pensamiento que te dice que no vales, que no puedes, que no hay salida, que todo es culpa del otro, ese pensamiento debe ser arrancado de raíz. No basta con ignorarlo. Hay que enfrentarlo con espada de Espíritu. Con palabra viva. Con la mente de Cristo. “Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16).
Tú eres responsable. No porque tengas que cargar culpas eternas, sino porque tienes la llave del encuentro, a ti se te entregó la autoridad sobre todas las cosas en este mundo, sobre buenas y malas cosas. No sigas culpando a Dios por lo que no cambia si tú no cambias. No sigas culpando a Satanás cuando la batalla está en lo que tú eliges pensar. Cambia tu forma de pensar, y verás cómo el mundo cambia también. No porque el mundo se transforme, sino porque tus ojos ya no verán desde el egoísmo o del dolor, sino desde el amor.
Cristo no vino a crear decoraciones religiosas, vino a resucitar muertos. Y los corazones de piedra, los que no sienten, los que no perdonan, los que se encerraron tras el trauma, pueden volverse carne. Carne que llora, que abraza, que canta. “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ezequiel 36:26). ¿No es esto lo que necesitamos? ¿Una operación a corazón abierto celestial?
Jesús no pide perfección, pide entrega, pide que tú sacrificio para este tiempo no sea de machos cabríos, sino que sea misericordia por el prójimo. El mundo dice “sé tú mismo”, Él dice “sé como yo”. El mundo dice “haz lo que sientas”, Él dice “haz lo que edifica”. El mundo dice “protege tu espacio”, Él dice “abre tu corazón”. ¿Cómo no va a doler este mensaje? ¿Cómo no va a rompernos por dentro y por fuera? Pero el dolor que produce esta verdad es como el bisturí del cirujano: necesario para sanar.
Hoy puedes tomar la decisión. No es un ritual, no es un grito religioso. Es un pensamiento. Es un cambio de dirección. Es la valentía de dejar que el corazón sea tocado por el que puede devolverle la vida. Dios no está lejos, y el enemigo ya no tiene derecho legal sobre ti. La paz ya fue pagada. La comunión ya fue abierta. El camino está despejado.
Confía. Pero hazlo de verdad. No por obligación, sino por revelación. Porque entendiste que estar en Cristo lo cambia todo. Y ese cambio no empieza fuera. Empieza dentro. Empieza en lo que decides pensar. Empieza en lo que decides soltar. Empieza cuando por fin dices: “Señor, transforma mi mente, porque allí comienza todo.”
Y lo que comienza hoy puede cambiar para siempre tu eternidad…