Hay derechos que no fueron escritos por hombres, ni definidos por constituciones, ni negociados en asambleas. Son derechos que nacen del aliento mismo de Dios. No son privilegios sociales, ni conquistas políticas. Son parte del diseño original: la vida, la libertad y la propiedad. Y cuando estos tres pilares de la convivencia humana se erosionan, el hombre deja de ser imagen y semejanza, y se convierte en instrumento servil.
La vida no es un concepto biológico ni un dato estadístico. Es el mismo Cristo, la expresión genuina del propósito divino. “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué” (Jeremías 1:5). Dios no solo da vida, la consagra. Cada ser humano es una intención eterna, no una casualidad biológica. Por eso, cuando los sistemas humanos deciden quién puede nacer y quién no, no están legislando: están usurpando. “No matarás” (Éxodo 20:13) no es solo una norma moral, es una defensa del diseño. El aborto, aunque se disfrace de derecho, es la negación del propósito. Y el silencio frente a esto no es neutralidad, es complicidad.
La libertad tampoco es una herramienta para alcanzar fines sociales. Es la consecuencia directa de Cristo en la vida de los hombres. Es el espacio donde el Espíritu se mueve. “Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:17). Sin libertad, no hay encuentro genuino con Dios. No hay amor sin elección. No hay obediencia sin voluntad. Cuando el sistema del hombre al que llamamos mundo empieza a regular el pensamiento, el lenguaje, la fe y la libre expresión, no está protegiendo, está domesticando. La libertad no se administra, se honra. Y todo intento de suplantarla, incluso en nombre del orden o la seguridad, es idolatría del control y consecuencia del egoísmo.
Este es el resultado inevitable de un diseño mal interpretado: el hombre fue creado para ejercer dominio, pero cuando ese impulso se desvía, el beneficio se convierte en privilegio, y el dominio en exclusión. Ya no se gobierna con justicia, sino con acepción de personas.
La propiedad no es codicia. Es responsabilidad. Es herencia del Reino. Desde el principio, Dios le dio al hombre un huerto para labrar y guardar. Le confió tierra, fruto y dominio. “No hurtarás” (Éxodo 20:15) no es solo una defensa del bien material, es una afirmación del derecho a administrar lo que Dios ha confiado y entregado por herencia. Cuando el sistema del hombre confisca, redistribuye o subsidia sin mérito, no está ayudando: está despojando.
“El que no trabaje, que no coma” (2 Tesalonicenses 3:10) no es crueldad, es dignidad. Porque el trabajo, la cosecha y la propiedad son parte del diseño de madurez. Y cuando se anulan, el hombre se infantiliza, se acomoda, se domestica y se pierde.
Ahora bien, hay otros “derechos” que el sistema del hombre promueve: educación, salud, vivienda, entre otros. Suenan nobles, pero si no hay recursos reales para sostenerlos, se convierten en promesas vacías para justificar formas de control social. No son derechos naturales, son servicios. Y cuando los sistemas de control del hombre monopolizan, lo hacen a costa de los tres derechos fundamentales. El resultado es desigualdad ante la ley, manipulación emocional, educativa y dependencia coercitiva. “Porque no hay acepción de personas para con Dios” (Romanos 2:11). La llamada “igualdad social” pasa de ser una promesa bonita, para convertirse en la excusa perfecta para los abusos con ropajes de legalidad. Los sistemas del hombre sí hacen acepción. Premian la obediencia servil, castigan al libre, y disfrazan el control por falsa compasión.
El problema no es que existan servicios. El problema es cuando se convierten en excusas para suprimir lo esencial: “el diseño divino”. El derecho a la educación se usa para imponer ideologías. El derecho a la salud se convierte en plataforma para eliminar vidas. El derecho al trabajo se transforma en subsidio que anula el esfuerzo, o peor aún, en instrumento para comprar conciencias. “¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo!” (Isaías 5:20). Porque el sistema del mundo ha invertido los valores, ha redefinido la virtud, y ha convertido al ciudadano en súbdito.
Los sistemas del mundo se han convertido en dioses falsos, usurpadores del diseño verdadero. Prometen seguridad, igualdad y derechos, pero exigen obediencia servil, dependencia sumisa y silencio cómplice. Manipulan leyes, no para la sana convivencia, sino para su permanencia en su dominio implantado. Han suplantado al Padre, han distorsionado la justicia, y han convertido al prójimo en amenaza. “Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová” (Jeremías 17:5). Porque el hombre que entrega su libertad por seguridad termina sin ambas. Y el pueblo que negocia sus derechos fundamentales por promesas temporales termina esclavo de estructuras que no pueden redimir.
La vida, la libertad y la propiedad no se conceden. Se reconocen. No se negocian. Se defienden. No se administran. Se honran. Porque fueron dados por Dios, no por decreto. Y todo sistema que los coarte, aunque se disfrace de virtud, está operando en rebelión contra el Reino. El llamado no es a resistir por ideología, sino a despertar por diseño. A recordar que fuimos creados libres, responsables y con propósito. Y que ningún sistema, por más sofisticado que sea, puede reemplazar lo que el Creador estableció desde el principio.
Cuando el poder lo ejerce el hombre sin Dios, se le ven los colmillos. Cuando lo ejerce en Cristo, se le ve la cruz.
Bendiciones…