Te han dicho que solo necesitas ser lleno del Espíritu, que basta sumergirte en las aguas para proclamarte renovado. Te han dicho que con esa señal celestial eres aprobado y listo para vivir.
Pero hoy te reto a mirar tu vida en serio. ¿Cuántas veces fuiste a la congregación con la Biblia en la mano y al salir seguiste igual? ¿Cuántas veces te llenaste de emoción al cantar, solo para regresar a tu casa sin un cambio real? El Espíritu de Dios es un regalo, un aliento de vida. Pero si ese aliento no sale de tu boca en acciones llamadas frutos de justicia, se queda dentro y se ahoga en pasividad. Tu llenura solo es legítima cuando empiezas a mover tus pies siguiendo las pisadas del que vive.
La imagen de un valle lleno de huesos secos te aplasta. Ezequiel caminó entre ellos y sintió el frío del miedo y la derrota. El profeta no trajo soluciones, solo trajo una palabra: “Profetiza, di a estos huesos que vuelvan a la vida”. No fue un ritual, no fue un canto bonito. Fue una orden directa. El aliento de vida no vino al sonido de una mano levantada, sino a la voz que se atrevió a moverse. Dios no se detiene en la ceremonia. Él responde al coraje de quien dice las cosas como son y actúa como Dios le indica.
Si no hablas y no mueves tu cuerpo en función de lo que hablas, entonces los huesos seguirán secos.
Quizá te acostumbraste a pensar que tener un sello espiritual es sinónimo de bendición garantizada. Te han dicho que si el Espíritu está en ti, ya eres una carta firmada. Pero el Reino no funciona así. Una carta sellada en un cajón no prueba nada. El sello solo cobra valor cuando entregas la carta a su remitente para que cumpla su contenido.
El Espíritu te sella para que traigas vida donde todo está muerto. Sin tus manos, tus pies, tu voz cuidando del necesitado, tu sello es un adorno sin peso. Tu legitimidad nace cuando te manchas las manos de servicio y sacrificio por amor al prójimo.
Piensa en tu rutina diaria. Te levantas, vas a trabajar o te quedas en casa, quizás visitas a tus amigos o prendes la televisión. En la noche te acuestas con la Biblia abierta y una emoción pasajera en el corazón. Mañana será igual. Jesús dijo que muchos honran a Dios con labios, pero su corazón está lejos.
No basta decir “amén”, cantar con fuerza y llorar bajo una luz de escenario. El verdadero encuentro con Dios nace cuando te duele el hambre de tu hermano, cuando sufres su misma soledad, cuando tu alma se indigna al ver la injusticia que él padece. Ese es el momento donde tu sello empieza a pesar.
El confort es el mayor enemigo de tu llamado. Te sientas en la banca de la iglesia como quien se acomoda para una función. Tienes tu café, tu canción favorita y tu gente de siempre. Y todo parece bien mientras nada cambia. Pero si nunca posas la planta de tus manos en el asfalto, nunca sentirás el calor de la calle, nunca verás la lágrima de un vecino, tu fe se vuelve un sueño tibio. Y el sueño tibio se enfría.
La espiritualidad en repisas no sirve en el Reino. Dios no busca clientes cómodos, busca obreros cansados, manos callosas y corazones llenos de compasión.
A Nehemías le bastó oír que las piedras tiradas, y el muro derribado. Su corazón se encogió, pero no por lástima, por indignación. Oró, sí, pero no se quedó ahí. Se levantó y el favor salió a su encuentro, juntó herramientas y convocó a todos a levantar lo que estaba en ruinas. No se conformó con clamar en silencio; trazó un plan, habló claro, lavó manos y levantó paredes. La transformación llegó cuando dejó de quejarse y empezó a picar piedra. Tú puedes hacer lo mismo. No importa que seas el más pequeño del grupo o que tengas menos estudios. El poder de Dios fluye cuando alguien decide tomar un pico en la mano y empezar a reconstruir.
Quizá pienses que un gesto sencillo no cambia nada. Pero imagina barrer el patio de una casa donde vive una familia que sufre, donde un niño llora en silencio cada noche. Baste ese gesto de limpieza para decir “no estás solo”. O imagina llevar algo de comida a quien no come hace días, y que tu voz suave rompa un cuarto de silencio. No es una campaña de caridad con estatutos; es la mano de Dios entrando sin permiso en la vida de otro.
Tú no eres insignificante. Si Dios te puso en tu barrio, es para que traigas su olor de esperanza con cada paso que des.
Conozco historias de alguien que alababa a Dios cada domingo, pero que nunca levantó un dedo para el hermano. Tenía la mejor voz, la Biblia más grande, las doctrinas más pulidas. Todo quedó en teoría hasta que un día llegó un vecino herido por la crisis y esa persona lo vio y lo atendió. Le prestó ropa, le dio agua, le escuchó. De pronto, el canto subía al cielo con un eco más fuerte: el eco de las manos que abrazan y ayudan a cargar el peso de otras para hacer la carga más ligera.
Tal vez sabes de memoria pasajes de la Escritura. Quizá pronuncias versículos como si fueran fórmulas mágicas. Pero en tu comunidad, la gente se ha cansado de escuchar palabras muertas. Quiere ver que tu fe haga algo. Quiere pruebas vivas de que el Dios que anuncias camina de la mano con los heridos y los pobres. Si sólo hablas y no actúas, la gente se pregunta si realmente crees lo que dices. Cuando tus acciones confirmen tus palabras, entonces tu testimonio se vuelve innegable. Entonces, nadie podrá decirte “este hombre habla bonito, pero no actúa”.
¿Qué pasaría si mañana salieras con agua, comida o tu tiempo para escuchar? ¿Qué pasaría si fueras tú quien se arrodilla junto a la cama de un enfermo y no simplemente recita una oración, sino que pone la mano para curar con el calor del amor? ¿Y si compartieras un pan y abrieras tu casa a quien duerme en la calle? Ese es el lenguaje que rompe muros. Ese es el idioma de Dios. Cuando tu fe se hace voluntad de servir, cuando tu voz baja y tu cuerpo sale, algo cambia. Cambias tú, cambian los otros, cambia el mundo alrededor y se hace Reino.
La verdadera presencia de Dios no se mide en decibeles de cánticos ni en multitudes aplaudiendo. Se mide en el murmullo de una oración compartida en un rincón oscuro, en el llanto de un padre que ve a su hijo comer después de noches sin comida. Se mide en la almohada donde descansa la cabeza de quien no tuvo dónde recostar. Se mide en el abrazo que libera culpa y declara “ten dignidad”. Allí donde tu fe se hace gesto de ternura, allí el Espíritu aviva. Y donde se aviva, las cadenas se rompen.
Vivimos rodeados de comodidades. Nos venden espiritualidad como un cojín suave para recostar el alma. Te ofrecen música, luces, redes sociales llenas de frases lindas, y te dicen “ven y descansa”. Pero ese descanso se vuelve sueño ligero. Te sorprende la guerra del hambre, la soledad, la depresión. Necesitas un fuego distinto, un fuego que no solo queme tus palabras, sino que transforme tu carne, tu voluntad, tus callos. Ese fuego se prende al tocar el dolor ajeno. Si te incomoda ver lodo en tus zapatos, quizás aún no has entendido el mensaje de Ezequiel.
Dios no elige a los poderosos ni a los sabios del mundo. Mira la viuda que dio dos monedas y las llamó todo su tesoro. Mira al niño que ofreció sus panes y vio cómo Dios lo multiplicó. Mira al samaritano que paró su camino para ayudar. No fue un líder con título; fue un desconocido movido por compasión. Tu llamado no depende de diplomas: depende de tu coraje para dar lo que tengas y ser luz. Porque un puñado de fe, movido por la acción adecuada, es más potente que mil discursos vacíos.
Te invito a preguntarte: ¿qué quedará de ti si mueres hoy? ¿Serás recuerdo de palabras bonitas o de manos que ayudaron a cambiar vidas? La muerte no respeta tu agenda ni tu calendario. Llegará sin avisar. Y en esa hora sabrás si tu fe fue un billete inflamable o un fuego que dejó vida en corazones consolados. Las cenizas de las buenas intenciones no sirven para encender otra llama. Pero las brasas calientes de la obra hecha, alimentarán la próxima generación de carbones encendidos.
El mundo a tu alrededor está sediento. No solo lo dicen las noticias, lo dicen tus vecinos y ese joven que camina con la cabeza baja por la calle. Buscan a alguien que les muestre el rostro de amor que les han negado. No quieren discursos teológicos; quieren saber que alguien sí viene cuando llaman. Tú puedes ser esa persona.
Cuando tu fe se convierte en medicina para la desesperanza, cuando tu servicio es antídoto para la soledad, te transformas en un signo viviente de que Dios no mira desde lejos.
El Espíritu te dio poder, sí, pero si ese poder no baja a la tierra, es sólo un trueno en la nube. Dios te ungió y selló tu vida para otra cosa: para derramar bendición, para golpear al mal con tu compasión, para construir vidas.
Tu fe debe ser el martillo que derribe muros de injusticia, muros de olvido y de desprecio. El evangelio no es un pasaporte para el cielo, es una excavadora para abrir los túneles donde mora el hambre, la violencia y la indiferencia en la tierra. Cada paso tuyo debe resonar como un martillazo en la roca del egoísmo. Cada palabra tuya debe ser la palada que saque a la luz al hermano que yace cubierto del polvo de la religión. Porque solo lo visible justifica lo invisible. Y tu acción revela la verdad de tu sello.
Es fácil levantarse y predicar frente a una cámara o un micrófono. Lo difícil es ceñirse los lomos y cambiar calcetines sucios, lavar platos para un almuerzo de niños de la calle, cargar madera y techar un rancho que no es tuyo. Lo fácil es decir “oraré por ti desde mi casa”. Lo difícil es llevar agua, llevar fe, llevar tu sudor. Si aún prefieres lo fácil, revisa tu corazón con cuidado. Dios te llama a lo incómodo. Allí es donde el poder se convierte en misericordia tangible. Allí el mundo reconoce que tu Dios no es un fantasma de mucha palabra que mata, sino un vecino de carne y hueso que vivifica porque encarna a Cristo.
Deja de buscar aplausos y reconocimiento. La verdadera recompensa brota cuando ves cómo un hombre maltrecho vuelve a caminar, cuando escuchas la risa de un niño que no lloró en la noche. Esa es la paga que vale la pena. Tu sello quedará sellado en la memoria de quienes vivieron mejor gracias a tu entrega. Y cuando un día te mires al espejo, no verás arrugas; verás huellas de tus obras de amor y luces de vidas que alumbraste.
Levántate. Sal. Habla menos y haz más. No esperes permiso o validación humana, toma la iniciativa. Dios ya te señaló. Ahora solo falta que te pongas de pie y vayas. A cada paso tu sello será testigo. A cada mano que toques, confirmarás que no basta tener un papel celestial: necesitas dar vida con tus acciones. Ese es tu verdadero llamado. Ese es el fuego que no se apaga. Ese es el sello que deja marca. Y al final, serás la voz y la mano que levantaron huesos secos y edificaron un muro nuevo para que muchos entren y encuentren vida.
Este momento no es de entretenimiento ni de inspiración pasajera. Es la hora de tu alzamiento real. Es la hora de que tu acción hable más fuerte que tus palabras. Si tienes fe y no actúas, tu fe es un fantasma que da risa. Si anhelas ver el Reino manifestado en las calles y en las casas, conviértete en la obra andante de Dios. Haz hoy lo que tu corazón sospecha, lo que tu mente reconoce, lo que tu Espíritu clama. Hazlo con paz o con llanto, con fuerza o con debilidad, pero hazlo. Porque solo el corazón que se atreve y la mano que se arriesga moverán montañas y dejarán semillas de eternidad en los campos resecos de nuestra nación.
Bendiciones a todos…