¡Amados hermanos, que la gracia y la paz de nuestro Señor Jesucristo esté siempre en sus corazones! Hoy quiero hacerles ver una verdad que transforma nuestra manera de ver a Dios y a nosotros mismos. Hablaremos de “Lavar la Cara”. Sí, así como lo oyen. ¿Qué significa eso?
Un buen hijo, un hijo que ama y honra a su padre, siempre estará dispuesto a lavarle la cara. No me refiero a un acto físico, sino a un acto de amor y defensa. A limpiar cualquier mancha, cualquier malentendido, cualquier imagen distorsionada que otros puedan tener de su progenitor. Y aquí, mis queridos, es donde entra el ejemplo más sublime de la historia: Jesucristo, nuestro Señor, lavándole la cara a Su Padre.
Por milenios, el hombre había pintado una imagen de Dios. Una imagen, en ocasiones, de un ser lejano, airado, vengativo, sediento de juicio y castigo. ¿Y de dónde venía esto? ¡Ah, mis hermanos! Las Escrituras son la Palabra inspirada por Dios, ¡sí! Pero no podemos olvidar que esa misma Palabra fue entregada a hombres, y en el proceso, la esencia humana, nuestra propia naturaleza, a veces se coló, empañando la verdadera belleza del Padre.
Pero llegó Jesús. Durante tres años y medio, caminó entre nosotros, no solo sanando enfermos y alimentando multitudes, sino, y esto es crucial, lavándole la cara a Su Padre. Nos reveló la verdadera esencia de Dios. Nos mostró a un Padre lleno de amor, de compasión, de misericordia, de gracia infinita. Nos hizo ver que la ira y la venganza, en la mayoría de los casos, no son de Dios, sino que son proyecciones de nuestra propia naturaleza caída. ¡Es el hombre el que es vengativo, el hombre el que es iracundo!
Piensen en esto, mis amados. Jesús nos decía una y otra vez: “Oísteis que fue dicho…” y luego, con una autoridad divina, desvelaba el verdadero espíritu de la Ley. Nos mostraba que la intención de Dios era mucho más profunda, mucho más amorosa de lo que la tradición o la interpretación humana habían dictado.
¿No lo creen? Miremos la Palabra:
“Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente.” (Mateo 5:38). Y aquí, el Señor, lavándole la cara a Su Padre, nos enseña: “Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.» (Mateo 5:39). ¿Era Dios realmente un Dios de venganza literal? ¡No! Era el hombre quien, en su limitada comprensión, había codificado la justicia de esa manera. Jesús nos mostró la justicia divina: la de la gracia y el amor que desarma la violencia.
“Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo.” (Mateo 5:43). ¿Podría el Padre de amor pedirnos que aborrezcamos? ¡De ninguna manera! Jesús, lavando la cara de Dios de esta mancha humana, nos dice: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.” (Mateo 5:44-45). ¡Este es el verdadero corazón del Padre! Un corazón que ama dentro de los confines del hijo.
“Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio.” (Mateo 5:21). Y luego Jesús expande la visión, revelando que el corazón del problema no es solo el acto, sino la raíz de la ira: “Pero yo os digo que cualquiera que se enoje con su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego.” (Mateo 5:22). ¡No era Dios quien pedía solo el no matar físicamente, sino el no abrigar ira en el corazón! La interpretación humana había limitado la profundidad del mandamiento.
Jesús, no vino a abolir la ley, sino a cumplirla, a darle su verdadero significado, a lavarle la cara al Padre de todas esas concepciones erróneas que el hombre, en su imperfecta comprensión, había proyectado sobre Él. Nos mostró que Dios es “lento para la ira y grande en misericordia” (Salmo 145:8). Que “Dios es amor” (1 Juan 4:8).
Entonces, ¿qué significa esto para nosotros hoy? Significa que como hijos de Dios, debemos seguir el ejemplo de nuestro Hermano Mayor, Jesús. Debemos estar dispuestos a lavarle la cara a nuestro Padre en el mundo. A mostrar Su verdadero carácter a una sociedad que a menudo lo ve como un juez severo, distante o incluso indiferente.
Cuando la gente vea ira, nosotros mostremos paciencia. Cuando vean juicio, mostremos misericordia. Cuando vean condena, mostremos gracia. Cuando vean división, mostremos unidad en Cristo. Porque es nuestra vida, nuestra manera de reflejar el amor de Dios, lo que verdaderamente lava Su cara ante un mundo que desesperadamente necesita conocerlo tal como Él es.
¡No permitamos que las proyecciones humanas sigan empañando la gloriosa imagen de nuestro Padre! Seamos esos hijos que, con cada palabra, cada acción, cada acto de amor, le lavan la cara de Papá, revelando Su verdadera y hermosa esencia al mundo.
¿Qué verdad del Padre necesitan ustedes revelar hoy, mis amados hermanos?
Esta enseñanza se la dedico a mi gran amigo José Maximiliano Guevara...