Las dos obediencias

La intimidad produce conocimiento y el conocimiento produce discernimiento...

¿Qué mata más rápido: la desobediencia abierta o la obediencia sin discernimiento?

¿Qué paraliza más: el pecado evidente o la obediencia que se somete a voces que ya no arden en el altar?

 

      1 Reyes 13 no es solo una historia profética, es una advertencia estratégica para toda generación enviada. En este capítulo,

En 1 Reyes 13, Dios levanta a un profeta joven desde Judá con una misión clara: confrontar el altar pagano que el rey Jeroboam había establecido en Betel. El joven profeta no solo declara juicio sobre el altar, sino que respalda su palabra con señales: el altar se rompe, la ceniza se derrama, y el brazo del rey se paraliza al intentar arrestarlo.

Pero lo más impactante no ocurre en el palacio, sino en el camino. Después de rechazar la comida del rey y obedecer la instrucción divina de no comer ni beber en ese lugar, el profeta joven es interceptado por otro personaje: un profeta viejo que vive en Betel. Este hombre, usando lenguaje espiritual y autoridad vencida, lo convence de desobedecer el mandato original. Le dice que un ángel le habló, que Dios cambió de opinión, que puede comer en su casa.

El profeta joven cede. Come. Bebe. Y en ese momento, la palabra de juicio lo alcanza. No por rebelión, sino por obediencia sin discernimiento. Al partir, un león lo encuentra en el camino y lo mata. No lo devora. No toca al burro. Solo lo mata. Como señal. Como advertencia. Como mensaje.

El profeta viejo lo sepulta. Lo llama “hermano”. Reconoce que su palabra era verdadera. Pero ya es tarde. El enviado fue desviado por quien alguna vez fue voz de Dios, pero ya no lo escuchaba.

Este capítulo no solo revela el peligro de la desobediencia, sino el riesgo de someterse a voces que ya no arden en el altar.

La historia del profeta joven de 1Reyes 13 no es una tragedia por rebeldía, sino por ingenuidad espiritual. No murió por desafiar a Dios, sino por confiar en quien decía hablar en su nombre. No cayó por codicia, sino por falta de discernimiento. Y eso lo vuelve más peligroso, más actual, más urgente.

Dios no le dio al profeta joven una sugerencia, le dio una orden:

“No comas pan, no bebas agua, no regreses por el mismo camino.”

No era una dieta, era una delimitación espiritual. No era un capricho divino, era una estrategia profética. Dios no solo le dijo qué decir, sino cómo caminar, qué rechazar, y por dónde no volver. Porque el mensaje no solo se predica con palabras, se encarna al caminar en el.

El profeta joven entendió el mandato. Lo repitió con firmeza ante el rey, y luego ante el profeta viejo. Pero lo que no discernió fue que el mandato no se negocia, ni siquiera cuando quien lo contradice dice tener rango profético.

El profeta viejo no era un brujo, ni un sacerdote pagano. Era un profeta. Tenía historia, tenía hijos que lo respetaban, tenía casa, tenía reputación. Pero ya no tenía fuego. Ya no tenía mandato. Ya no tenía altar.

Cuando sus hijos le contaron lo que el profeta joven había hecho, no se activó en él la urgencia de restaurar el altar, sino la curiosidad de recuperar protagonismo. No se levantó para confirmar la palabra, sino para interceptar al mensajero.

Y lo hizo con una frase que sigue matando generaciones:

“Yo también soy profeta… y un ángel me habló.”

La mentira no fue vulgar, fue espiritual. No fue una tentación carnal, fue una falsificación celestial. Y el profeta joven, que había resistido al rey, cayó ante el profeta viejo. Porque no todo lo que suena profético honra el propósito divino.

El profeta joven no consultó a Dios. No pidió confirmación. No discernió la fuente, es decir: cedió su nivel de intimidad. ¿Por qué? Porque el profeta viejo hablaba el idioma correcto, usaba el tono correcto, y tenía el título correcto.

Pero ya no tenía el fuego correcto. Se había desviado del destino correcto. Y hablaba en nombre de un Dios que una vez conoció, pero que desde hace tiempo la intimidad con Él se había perdido.

Y cuando el profeta joven se sentó a la mesa, no estaba comiendo pan, estaba desobedeciendo el diseño. No estaba bebiendo agua, estaba diluyendo el mandato. No estaba descansando, estaba renunciando a la palabra que lo había protegido.

Dios no envió al león por capricho. Lo envió como señal. El león no devoró el cuerpo, ni atacó al burro. Solo mató al profeta. ¿Por qué? Porque el juicio no era contra el mensaje, era contra el mensajero que lo desvió.

El cuerpo quedó tendido, el burro quedó intacto, el león quedó vigilante. Era una escena profética: el enviado que fue fiel hasta que creyó que podía discernir sin obedecer. El profeta que fue verdadero hasta que se dejó seducir por una voz que no era.

El profeta viejo lloró. Lo llamó “hermano”. Lo sepultó en su propia tumba. Y pidió ser enterrado junto a él. ¿Por qué? Porque reconoció que la palabra del joven era verdadera. Pero ya era tarde.

La honra no revivió al profeta. El lamento no revirtió el juicio. La tumba compartida no restauró el mandato. Porque el profeta viejo no fue juzgado por su mentira, sino por su influencia. Y el profeta joven no fue juzgado por su intención, sino por su obediencia sin discernimiento.

Hoy, miles de profetas jóvenes están siendo enviados con mandatos claros:

— No comas en mesas que Dios no bendijo.

— No bebas de fuentes que ya no fluyen.

— No regreses por caminos que Dios cerró.

Y el central de todos es:

— Conóceme, ten intimidad conmigo, se esposa, que yo soy marido.

En tu caminar siempre apareceran profetas viejos. No con maldad evidente, sino con autoridad vencida. No con herejía abierta, sino con frases que suenan celestiales. No con idolatría, sino con nostalgia ministerial.

Y si el profeta joven no discierne, termina obedeciendo voces que ya no preservan el mandato. Termina comiendo en mesas que Dios prohibió. Termina sepultado por quienes lo desviaron.

– No todo lo que tiene título tiene fuego.

  El profeta viejo tenía historia, pero ya no tenía altar. La iglesia debe aprender a discernir entre trayectoria y unción activa.

– No todo lo que suena profético preserva el mandato.

  El lenguaje espiritual no garantiza fidelidad. El discernimiento no se basa en el tono, sino en la intimidad con la fuente.

– La obediencia parcial es desobediencia completa.

  El profeta joven obedeció en Betel, pero desobedeció en la casa del profeta viejo. Y eso bastó para que el juicio lo alcanzara.

– El juicio no cayó por rebelión, sino por ingenuidad.

  El profeta joven no fue seducido por el rey, sino por otro profeta. Y eso revela que el peligro no siempre viene de afuera, sino que muchas veces viene de adentro.

La iglesia que honra la antigüedad sin verificar la fuente, termina obedeciendo estrategias sin fruto, doctrinas sin fuego y profecías sin altar. Termina caminando hacia tumbas ajenas con la Biblia en la mano pero sin revelación en el espíritu.

La generación que fue enviada a romper altares personales está siendo sepultada por profetas que ya no escuchan a Dios, solo recuerdan que alguna vez lo hicieron. Y si no despierta, seguirá celebrando palabras que suenan bien, pero que matan lento.

Hoy, renuncio a toda obediencia sin discernimiento.

Hoy, rechazo toda voz que contradiga el propósito divino.

Hoy, me levanto como profeta que no negocia el diseño, que no diluye la instrucción, y que no se sienta en mesas de seducción.

No seré sepultado por quienes me desviaron.

No moriré por obedecer voces que ya no arden.

No seré parte del predicado de un sistema que ya no escucha a Dios porque sigue sus propias doctrinas.

Seré enviado, no entretenido.

Seré confrontado, no halagado.

Seré activado, no neutralizado.

Porque no todo profeta viejo guarda fidelidad al mandato original.

Y no todo altar que parece de Dios fue levantado por Él.

Bendiciones a todos…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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