Infiltrados

Antídoto para el cuerpo: arrepentimiento sin remordimiento...

     La iglesia de Cristo no es un club social ni una organización humana. Es un cuerpo vivo, orgánico, espiritual, donde cada miembro está unido por la sangre del Cordero y por la presencia del Espíritu Santo. Sin embargo, desde los tiempos apostólicos se nos advierte que hay infiltrados: hombres y mujeres que se mezclan entre los santos, pero no son parte del cuerpo. Son como virus que buscan debilitar, como bacterias que se alimentan de la vida ajena.

El apóstol Pablo lo dijo con crudeza: “Porque tales son falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se disfrazan como apóstoles de Cristo” (2 Corintios 11:13). La infiltración no es un problema externo solamente; puede ser una realidad interna. La pregunta que nos confronta hoy es: ¿somos realmente cuerpo de Cristo o simples infiltrados?

En el Antiguo Testamento encontramos el siguiente pasaje: “Y los hijos de Rubén, y los hijos de Gad, y la media tribu de Manasés, edificaron un altar junto al Jordán, de grande apariencia” (Josué 22:10). Este altar no era para sacrificios, sino un símbolo de identidad. Sin embargo, las demás tribus lo interpretaron como traición, como infiltración de idolatría.

El pasaje nos enseña que no todo lo que parece espiritual lo es. La infiltración puede disfrazarse de devoción, de símbolos religiosos, de discursos correctos. El cuerpo de Cristo debe discernir si lo que se levanta en medio de nosotros es altar de fidelidad o altar de usurpación.

No basta con responder lo que sabemos; debemos examinar cómo lo sabemos. La fe verdadera no es información, es transformación. Por eso, además de una pregunta inicial: ¿puedo describir con precisión la experiencia de un encuentro con el Espíritu Santo? Necesitamos otras que desnuden la autenticidad de nuestra pertenencia al cuerpo:

1. ¿He experimentado la disciplina del Señor en mi vida?

   Hebreos 12:8 declara: “Si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos.”

   La disciplina es evidencia de filiación. El infiltrado evade corrección; el hijo la recibe y se transforma, pero no disciplina de hombre, sino de Dios.

2. ¿Mi fe produce frutos visibles en la comunidad?

   Tito 3:14 dice: “Y aprendan también los nuestros a ocuparse en buenas obras para los casos de necesidad, para que no sean sin fruto.”

   El infiltrado habla mucho, pero no produce nada. El cuerpo verdadero se manifiesta en servicio y fruto. Así que si no das fruto, es hora de preguntarse a ti mismo: ¿Seré un infiltrado?. Fruto no es traer un alma a la congregación, fruto es manifestar la vida de Cristo en ti dentro y fuera de la congregación.

3. ¿He conocido la voz del Pastor en medio de la confusión?

   Jeremías 23:22: “Pero si ellos hubieran estado en mi consejo, habrían hecho oír mis palabras a mi pueblo, y lo habrían hecho volver de su mal camino.”

   El infiltrado repite frases religiosas; el verdadero miembro del cuerpo ha estado en el consejo de Dios y distingue su voz. No hablo de la voz de tu pastor, sino de la voz del Buen Pastor.

4. ¿Mi vida refleja la comunión del cuerpo o el aislamiento del infiltrado?

   1 Juan 1:7: “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros.”

   El infiltrado se esconde, se aísla, critica desde la sombra buscando otros virus y bacterias como él. El cuerpo se expone a la luz y vive en comunión. ¡Cuánta falta nos hace la verdadera comunión en nuestros días!

Un detalle aparece en Nehemías 6:19: “También contaban delante de mí mis palabras, y enviaban mis palabras a Tobías.”

Aquí vemos cómo los infiltrados operan: escuchan, repiten, distorsionan. No producen vida, solo transmiten información para manipular.

El infiltrado puede cantar, predicar, orar, pero su lenguaje carece de vida. Es como un eco vacío. El cuerpo de Cristo, en cambio, habla desde la experiencia, desde el encuentro, desde la comunión con el Espíritu y no simplemente memorizar la escritura para usarla sagazmente.

El apóstol Juan nos da una clave: “Ellos salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros” (1 Juan 2:19).

Entiende bien: no me refiero a aquel que decide salir de una congregación. Puedes salirte de una congregación, pero jamás salirte del cuerpo. El Espíritu que mora en ti te conducirá nuevamente a la comunión con tus hermanos de una forma u otra, porque las personas van y vienen, y eso es señal de un organismo vivo. Hablo de algo más profundo: de aquellos que, aun permaneciendo dentro, nunca pertenecieron fielmente al Señor, porque jamás pudieron dejar de ser fieles a sus prejuicios y egoísmos.

El cuerpo de Cristo se reconoce por la vida que fluye, por la libertad en el Espíritu, por la comunión que edifica. La secta, en cambio, se reconoce por el dominio del hombre, por la manipulación y por la acusación.

Por eso, si un día sales de una congregación y te señalan diciendo: “Nunca fuiste de nosotros”, alégrate. Esos que señalan, no son cuerpo, porque el cuerpo ha sido probado en compasión y prudencia. Esos que señalan son una secta, pero no es toda la iglesia, ellos confunde autoridad con control y comunión con sometimiento. El verdadero cuerpo de Cristo no teme a la movilidad de sus miembros, porque sabe que la vida del Espíritu los conduce. El infiltrado es el que nunca fue fiel a Cristo, aunque se mantenga sentado en el mismo banco por treinta años.

El cuerpo verdadero se mantiene unido, incluso en la persecución. La infiltración se revela cuando la fidelidad se quiebra y, la fidelidad es a Dios, no a los hombres.

El infiltrado puede responder preguntas doctrinales, pero no puede narrar un encuentro real con Cristo. Puede citar versículos, pero no puede describir cómo la Palabra lo quebró y lo transformó. Puede hablar del Espíritu Santo, pero no puede relatar cómo lo consoló en medio de la noche oscura.

Por eso, el diagnóstico no se hace en la mente, sino en el corazón. El cuerpo de Cristo se reconoce por la vida que fluye, por la disciplina que transforma, por la comunión que sostiene.

El remedio no es expulsar indiscriminadamente, sino confrontar con la verdad. Efesios 4:15 nos recuerda: “Sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo.”

La medicina es la verdad dicha en amor. El infiltrado se desenmascara cuando la verdad lo incomoda. El cuerpo se fortalece cuando la verdad lo edifica.

El profeta Oseas lanza una advertencia: “Efraín se mezcló con los demás pueblos; Efraín fue torta no volteada” (Oseas 7:8).

Una torta no volteada está cruda por un lado y quemada por el otro. Así son los infiltrados: aparentan madurez en un área, pero están crudos en lo esencial. El cuerpo verdadero busca equilibrio, madurez integral, cocción completa en el fuego del Espíritu.

Epílogo

Llegamos al momento más incómodo: mirarnos en el espejo de la Palabra y preguntarnos sin evasivas: ¿soy cuerpo o soy infiltrado?

No se trata de cuántos versículos sabemos, ni de cuántos ministerios hemos visitado. Se trata de si hemos conocido al Dios vivo en lo secreto, si hemos sido disciplinados por su mano, si hemos producido fruto en la comunidad, si hemos oído su voz en medio del ruido, si hemos permanecido en la comunión de la luz.

El infiltrado puede engañar a todos, menos a Cristo. Él conoce quién es suyo. El cuerpo verdadero no teme a la confrontación, porque sabe que la verdad lo purifica.

Hoy la Palabra nos desnuda:

– Si nunca hemos sentido la corrección del Padre, quizá no somos hijos.

– Si nuestras manos no han servido en necesidad, quizá no somos cuerpo.

– Si nunca hemos oído la voz del Pastor, quizá seguimos a otro.

– Si vivimos aislados, quizá no estamos en la luz que produce la comunicación de estar con genuinos hermanos.

La pregunta final es devastadora: ¿qué relato puedo dar de mi encuentro con Cristo que nadie más podría inventar?

Si no hay relato, si no hay experiencia, si no hay fruto, entonces somos infiltrados. Pero si hay lágrimas, disciplina, comunión, permanencia, entonces si lo somos.

El epílogo no es un cierre cómodo, sino una herida abierta: que cada uno se mire y se reconozca. Porque cada día, el Señor separa cuerpo de infiltrados, trigo de cizaña, hijos de bastardos, órganos de prótesis. No hay disfraces, no hay discursos, no hay máscaras. Solo quedará la verdad.

Que esta enseñanza nos deje desnudos, sin excusas, sin adornos. Que nos obligue a responder con la vida y no con palabras. Porque ser cuerpo de Cristo no es un título, es una realidad que se prueba en fuego.

Y aquí está el poder transformador, el poder del Ministerio de la Reconciliación, dónde hay tiempo para el arrepentimiento sin remordimiento, dónde aún siendo bacterias, podemos dejar que el Cuerpo nos absorba y nos cambie en una vida nueva como miembro.

Bendiciones a todos…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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