Hoteles y Moradas

El hotel responde al gusto del huésped. La morada responde al diseño del Padre.

     Hay quienes recorren la vida como turistas espirituales, buscando comodidad temporal, experiencias fugaces y emociones que no comprometan el corazón. Alquilan convicciones como quien alquila una habitación por noche. Van de una emoción a otra, de una novedad a otra, según la música, el ambiente o las promesas fáciles. Se hospedan brevemente en ideas, en revelaciones sin raíces, en compromisos que duran menos que una madrugada.

Pero Cristo nunca prometió hoteles. Él dijo: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Juan 14:2). Eso no fue una oferta inmobiliaria celeste. Fue la revelación de un destino espiritual: moradas que reflejan identidad, permanencia y propósito cumplido.

El hotel es símbolo de lo pasajero. Es funcional, práctico, impersonal. Nadie decora un hotel con la esperanza de sembrar generaciones allí. No se cultiva legado en un lobby. No se plantan jardines sobre alfombras industriales. Se entra, se consume, se duerme, se parte. Así son muchos corazones: se entregan solo por una noche, por una emoción, por una temporada de aparente cercanía con Dios, pero nunca permiten que sus paredes sean transformadas en moradas. El hotel es cómodo para el ego, pero estéril para el alma. En el hotel no hay raíces, solo huellas breves.

La morada es otra historia. Es donde te haces uno con el espacio. Donde los muros son testigos silenciosos de tus batallas y tus adoraciones. Donde los diseños de Dios se escriben en la rutina, en la crianza, en la obediencia, en el sufrimiento, en la espera. En la morada se forja carácter, no conveniencia. Es allí donde el Espíritu Santo no se hospeda por días, sino que se establece como Señor, como guía, como fuego continuo. Jesús no vino a abrirnos reservas espirituales. Vino a hacernos hijos en casa. Lo dijo en Juan 8:35: “Y el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre.” Cristo no quiere que seas huésped en Su presencia. Quiere que seas hijo en Su morada.

Muchos ven la vida como una peregrinación de momentos impactantes: retiros, congresos, transmisiones, milagros. Y todo eso es bueno si te conduce a una morada. Pero si cada revelación termina siendo un souvenir más en tu maleta, entonces estás atrapado en la cultura del hotel. Puedes pasar años así, diciendo que conoces a Dios, cuando en realidad solo has dormido cerca de Él sin dejar que Su presencia te edifique. No estamos llamados a estar cerca de Él, estamos llamados a hacernos uno en El.

Jesús no visitó el mundo. Él habitó entre nosotros. Juan 1:14 dice: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros… lleno de gracia y de verdad.” Él encarnó la morada. Caminó como morada. Lloró, enseñó, sirvió, confrontó, como quien transforma todo lo temporal en eterno.

Cuando Jesús dice que va a preparar moradas para nosotros, no se refiere a casas celestiales con ventanas doradas. Se refiere a dimensiones espirituales que nos transforman aquí y ahora. A espacios donde nuestra identidad como hijos se despliega, donde el propósito florece, donde el Reino se manifiesta en el carácter. Morar no es estar. Es ser. Es permanecer. Es arder sin apagarse. Es crecer sin retroceder. En la morada no se escapan las preguntas, se las presenta a Dios. En la morada no se esconden las cicatrices, se las convierte en testimonio. En la morada no se huye del pecado, se crucifica la carne. En la morada, el Espíritu tiene libertad para rediseñar el corazón.

Efesios 2:22 lo dice con claridad: “En quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu.” No dice que somos hospedaje, dice que somos edificados. Es un proceso, una construcción continua. Y tú decides si quieres vivir como obra en curso o como inquilino de paso que siempre queda inconforme. ¿Has abierto tu vida para que sea edificada como morada? ¿O solo has buscado momentos de hospedaje emocional?

Hay quienes oran solo cuando necesitan algo. Hacen check-in espiritual en tiempos de angustia y hacen check-out cuando vuelve la “aparente calma”. Otros se emocionan con una enseñanza, pero cuando se les pide transformación profunda, comienzan a buscar otra emoción más ligera, otro hotel más cómodo a sus necesidades temporales. Algunos dicen “ya no siento lo mismo que antes”, sin entender que la morada no se trata de sentir, se trata de permanecer hasta transformar.

El hotel responde al gusto del huésped. La morada responde al diseño del Padre.

David comprendió este secreto. Él dijo: “Una cosa he demandado a Jehová, esta buscaré: que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida…” (Salmos 27:4). No dijo “por unos días”, no dijo “mientras me sienta bien”, dijo todos los días. Porque el que habita, transforma. El que habita, madura. El que habita, resiste la prueba, no por mérito propio, sino porque es sustentado por el que vive.

Y esto no es solo para ministros o ancianos. Es para todos. Para el niño que debe aprender que la oración no es una actividad, sino una habitación. Para el joven que debe entender que la santidad no es solo para retiros, sino para conductas de buen fruto y luz. Para el adulto que debe recordar que la fe no es evento, sino sustancia. Para el anciano que comprende que el legado no se deja desde un púlpito, sino desde una vida habitada, dónde todos entendamos que el legado no se trata de lo que dejemos hecho para los demás. El legado es la obra de Cristo y no nuestra obra.

Romanos 8:9 nos revela otra clave: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros.” No dice “visita”, no dice “acompaña”, dice “mora”. El Espíritu quiere hacer casa. Quiere transformar tu caos en altar. Tu rutina en sacrificio vivo. Tu desorden en diseño. Pero no lo hará en un alma que se comporta como huésped, sino en una vida que se entrega como morada en sacrificio.

Es tiempo de dejar la cultura del hotel. Esa que busca comodidad, pero evita el quebranto. Esa que canta, pero no se transforma. Esa que escucha, pero no obedece. Esa que prefiere la vista desde el balcón, pero no quiere construir muros de verdad. Abandonar la cultura del hotel no es solo cambiar de lugar. Es renunciar a la lógica del momento, del consumo, del ego. Es decidir que Jesús no será solo una estación de descanso en tu camino, sino el dueño de tu corazón, el arquitecto de tu propósito, el habitante eterno en tu interior.

No se trata de buscar una habitación en el Reino. Se trata de dejar que el Reino habite en ti hasta que seas el mismo Reino.

Recuerda esto: la semilla reproduce un árbol según su especie, en otras palabras, el resultado es otro árbol con el mismo potencial de aquel que lo engendró.

Así que hoy no te invito, te defino. Te defino como tierra fértil para una morada gloriosa. Como diseño celestial esperando ser activado. Como hijo llamado a construir desde la permanencia. Te defino como morada. Porque eso es lo que eres en Cristo.

Si algo dentro de ti se resiste, entonces revisa tu equipaje. Tal vez cargues más experiencias que obediencia. Más expectativas que ganas de construir. Más eventos que permanencia. Pero si el Espíritu está despertando algo, si sientes que esta palabra está rasgando tus paredes interiores, entonces deja de moverte. Quédate. Planta. Ora. Persevera. Rompe contratos con doctrinas pasajeras. Cancela reservas en emociones sin compromiso. Y permite que Cristo haga de ti lo que vino a hacer: Su morada eterna.

Porque en la cultura del hotel, solo se duerme. En la cultura de la morada, se vive.

Y para eso fuiste creado, bendiciones para tu vida, en esta maravillosa oportunidad que Dios nos extiende hoy…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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