Hay cosas que no se ven, pero gobiernan. Hay fuerzas que no tienen cuerpo, pero moldean destinos. Hay gigantes que no hacen ruido, pero su sombra cubre generaciones. Uno de esos gigantes es la mente.
La mente no tiene ojos, pero ve. No tiene manos, pero construye y destruye. No tiene pies, pero dirige. Es juez y verdugo, carcelero y libertador. Es capaz de encerrar a un hombre en sus propios pensamientos, o de abrirle la puerta a la eternidad.
La Biblia dice:
«Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él» (Proverbios 23:7).
Lo que pensamos, eso somos. Lo que creemos, eso hacemos. Lo que imaginamos, eso perseguimos.
El diseño original
Dios no creó la mente para que fuera un enemigo. La creó como aliada. Como puente entre el cielo y la tierra. Como instrumento para entender, amar, obedecer y crear. Pero algo pasó. Algo se torció. La mente se desconectó del diseño original.
«Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová» (Isaías 55:8).
Y allí comenzó la batalla. Una guerra silenciosa entre lo que pensamos y lo que deberíamos pensar. Entre lo que creemos y lo que Dios dice. Entre lo que sentimos y lo que el Espíritu revela.
El acceso al corazón
La mente tiene acceso libre al corazón. Y el corazón es la fuente de la vida.
«Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida» (Proverbios 4:23).
Pero si la mente está enferma, el corazón se contamina. Si la mente está confundida, el corazón se endurece. Si la mente está llena de miedo, el corazón se encierra.
Por eso Jesús vino no solo a salvar el alma y a establecer su Reino, vino también a renovar la mente de los que creen.
«No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento» (Romanos 12:2).
La salvación no es solo un cambio de destino, es un reencuentro con el diseño. Es volver a pensar como Cristo. Es tener su mente. Es funcionar como Él.
El que enseña puede hacerlo bien o mal. La mente enseña. Siempre está enseñando. A veces con palabras, a veces con recuerdos, a veces con heridas. Si fue mal enseñada, enseñará mal. Si fue alimentada con odio, sembrará rencor. Si fue formada en el miedo, reproducirá cadenas. Si sólo conoció egoísmo manifestado con ausencia, confundirá la ausencia futura como egoísmo.
«El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro saca lo malo» (Lucas 6:45).
Pero hay algo más fuerte que la enseñanza equivocada: la oportunidad.
La oportunidad de cambiar. De renovar. De volver al diseño.
Un hombre colgado junto a Jesús. Un ladrón. Un condenado. Pero algo pasó en su mente. Algo se activó. Algo se iluminó.
«Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lucas 23:42).
Y Jesús le respondió:
«De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43).
No fue su historia lo que lo salvó. Fue su mente. Fue su cambio. Fue su rendición.
Hasta el último momento, la mente puede cambiar. Hasta el último suspiro, puede rendirse. Hasta el último pensamiento, puede alinearse con Cristo.
La mente no se elimina. Se transforma. No se destruye. Se redime. No se apaga. Se ilumina.
«Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús» (Filipenses 2:5).
Ese sentir. Esa mente. Ese diseño. Esa forma de pensar que no busca lo suyo, que se humilla, que obedece, que ama.
La mente de Cristo no es una teoría. Es una forma de vivir. Es una forma de morir. Es una forma de dar la bienvenida. Es una forma de despedirse. Es una forma de permanecer en lo que fuimos llamados a ser.
Hay personas que no dejan herencias materiales, pero dejan pensamientos sembrados. Ideas que florecen. Palabras que sanan. Silencios que enseñan.
«El justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro en el Líbano» (Salmos 92:12).
No por lo que tuvo, sino por lo que pensó. No por lo que dijo, sino por lo que creyó. No por lo que logró, sino por lo que inspiró.
La mente de Cristo no se mide en títulos, sino en frutos.
«Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe» (Gálatas 5:22).
Frutos que nacen de una mente rendida. De una mente que ya no pelea, sino que descansa. Que ya no se defiende, sino que confía. Que ya no se exalta, sino que se entrega.
Hay momentos en la vida donde todo se detiene. Donde las palabras sobran. Donde los recuerdos pesan. Donde el alma tiembla.
Y allí, en ese silencio, la mente habla. Dice lo que realmente cree. Lo que realmente espera. Lo que realmente ama, y lo hace desde su condición, sea torcida o no.
«Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo» (Salmos 23:4).
Ese pensamiento. Esa certeza. Esa paz. Esa mente.
La mente de Cristo no teme. No huye. No se desespera. Porque sabe que la muerte no es el final. Es el umbral. Es el paso. Es el regreso.
«Porque sabemos que si nuestra morada terrestre se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna en los cielos» (2 Corintios 5:1).
La personas confunden este versículo tan ligeramente que asombra. Sin entender que no se trata del lugar, sino de ser. El que “es” en Cristo, está en Él, y Cristo no está atado a un cielo. Cristo es el Reino que camina, que se acerca, y que se extiende. Esa es la casa eterna del cielo, Cristo. Su cuerpo uno es, no está repartido en casas literales, sino que es una unidad que vive para siempre.
La mente de Cristo es el diseño correcto. Es el plano original. Es el modelo perfecto.
Una mente que ama al Padre. Que obedece sin quejarse. Que sirve sin esperar. Que perdona sin condiciones. Que muere para que otros vivan.
«El que pierde su vida por causa de mí, la hallará» (Mateo 10:39).
Esa es la mente que vence al gigante invisible. Que lo transforma en aliado. Que lo convierte en instrumento. Que lo redime.
Hay momentos que no se dicen. Se viven. Se sienten.
Hay legados que no se escriben. Se encarnan. Se transmiten. Se multiplican.
Las obras siguen. Los pensamientos siguen. Las enseñanzas siguen. El diseño sigue, lo creas o no.
Porque cuando alguien ha tenido la mente de Cristo, no muere. Camina en el cumplimiento de la vida eterna.
«De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24).
El gigante invisible puede ser vencido. Puede ser transformado. Puede ser redimido.
Y cuando lo es, deja fruto. Fruto que no se ve, pero se siente. Fruto que no se toca, pero se vive. Fruto que no se presume, pero se honra.
«Por sus frutos los conoceréis» (Mateo 7:16).
Frutos de paz. Frutos de fe. Frutos de esperanza. Frutos de obediencia. Frutos de amor.
Frutos que nacen de una mente que ya no pelea, sino que descansa. Que ya no se defiende, sino que confía. Que ya no se exalta, sino que se entrega.
Cuando la mente se rinde, el alma descansa. Cuando el pensamiento se alinea, el corazón se sana. Cuando el gigante invisible se convierte en servidor, el Reino se manifiesta.
«Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11:28).
Ese descanso. Esa paz. Esa mente transformada.
La mente de Cristo no es una meta lejana. Es una invitación presente. Es un regalo disponible. Es una transformación posible.
Bendiciones a todos…