El río recibe el mensaje de la montaña, se impregna del mensaje, se hace uno con su contenido. Ahora el río es el mensaje y lleva el mensaje. El agua viva de la montaña que transporta, baña todo aquello que esté cerca de su cauce y más allá. El río alcanza su destino en el mar, dónde el mensaje vuelve de forma misteriosa a la montaña. El río, así como recibe, entrega, no retiene, aún así no pierde, sino que gana cauce mientras más mensaje transporte.
Esta hermosa analogía nos muestra el corazón del propósito divino: ser portadores del mensaje del Reino de Dios. Somos llamados a recibir, impregnar, llevar y entregar el mensaje sin retenerlo egoístamente. Como el río, que nunca se vacía aunque constantemente entrega, así nosotros, al compartir las aguas vivas del Espíritu, no nos agotamos, sino que expandimos nuestro cauce.
La Escritura nos revela un río en el Jardín del Edén: “Y salía de Edén un río para regar el huerto, y de allí se repartía en cuatro brazos.” Génesis 2:10
Este pasaje nos habla de la provisión divina desde el principio. El río que nace en Edén es un símbolo de la vida y el propósito de Dios para la humanidad. En él hay movimiento, distribución y alcance. No se queda estático, sino que va y cumple su misión: regar la tierra, alimentar la vida, extenderse a los cuatro rincones.
Nosotros somos ese río, llamados a llevar el mensaje del Reino de Dios hasta los confines de la tierra. La misión que nos ha sido dada no es estática ni encerrada en un solo lugar. Dios nos envía para impregnar naciones, culturas, generaciones.
Jesús nos habló sobre esta realidad en Juan 7:38: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.”
Aquí, el río deja de ser solo una analogía externa y se convierte en una realidad espiritual interna. Somos portadores del Espíritu de Dios. Su mensaje, su vida, su verdad fluyen a través de nosotros.
Pero hay una condición: creer en Cristo. No podemos ser mensajeros del Reino si no estamos conectados con la fuente, con la montaña de donde proviene la vida. El río no existe por sí mismo, depende de la montaña que lo alimenta. Así también nosotros dependemos de Dios para que el mensaje sea puro, poderoso y eficaz.
En contraste con el río, existen los lagos. Mientras el río fluye y entrega el mensaje, el lago retiene el agua sin compartirla. Hay lugares donde el mensaje de Dios ha sido retenido, distorsionado o contaminado. A veces, los hombres crean estructuras que en lugar de propagar el Reino, lo encapsulan en religiones y tradiciones humanas.
Los lagos pueden parecer grandes, incluso pueden aparentar ser mares, pero carecen de conexión con la fuente. No tienen flujo ni movimiento, por lo que eventualmente se estancan y se corrompen. Un lago representa una vida que ha recibido el mensaje, pero en lugar de compartirlo, lo guarda solo para sí, perdiendo el propósito del río.
Nuestro llamado es claro: ser ríos, no lagos. Dios no nos ha dado su Espíritu para que lo retengamos, sino para que lo compartamos con el mundo. Como el río en Edén, estamos destinados a alcanzar naciones, generaciones y culturas. Nuestro cauce se ensancha mientras más llevemos el mensaje.
Cada día tenemos oportunidades para ser ese río que lleva vida a otros a través de nuestras palabras de fe y esperanza, mediante nuestro servicio y amor a los débiles, y con nuestra disposición a compartir el Evangelio del Reino sin reservas.
El río que fluye no tiene miedo de vaciarse porque su fuente es inagotable. Así también nosotros debemos confiar en que Dios seguirá llenándonos a medida que damos y entregamos lo que hemos recibido.
No estamos llamados a ser estanques, sino ríos en movimiento. Así como el río no pierde, sino que gana cauce mientras más transporte el mensaje, nosotros somos fortalecidos al dar.
Jesús dijo en Mateo 10:8: “De gracia recibisteis, dad de gracia.”
No retengamos lo que hemos recibido. Seamos el río de Dios que avanza sin detenerse, llevando su Reino hasta los confines de la tierra.
¡Eres el río de Dios! Fluye, lleva su mensaje, no retengas, y verás cómo tu cauce se ensancha en la medida que obedeces su llamado.