Deja el miedo…

Dios no toma lista de errores para calificar tu llamado. Él toma tus errores para profundizar tu dependencia.

     Hay un temor que se esconde en los rincones del alma: el temor a equivocarnos. No es simplemente miedo al error, es miedo a perder el rostro, a ser descubiertos en nuestra humanidad, a que nos miren con decepción desde los púlpitos o las sillas de una iglesia. Ese temor camina sigiloso, que se viste de falsa prudencia y reverencia, como un disfraz que oculta la parálisis espiritual: el miedo que se convierte en ancla. Una ancla oxidada que no se ve desde la cubierta, pero que impide que el barco del Reino avance con libertad y poder sobre las aguas de la tierra.

Equivocarse no es un pecado. Es un paso inevitable en el camino de la revelación. Pero muchos han confundido santidad con perfección, y se han metido en una prisión donde el menor desliz parece una traición al llamado divino. Se habla de la gracia como lluvia, pero se exige caminar como si el suelo fuera de cristal. Y cuando alguien cae, no se le extiende una mano, se le ofrece silencio, distancia y a veces, desprecio disfrazado de corrección fraternal.

¿Y si el que está equivocado eres tú y no la persona que señalas como errada?, ¡ah! cierto, ¡tú no te equivocas!, eres de los que están bien fundamentados, ¿correcto?

El Reino no se construye con perfectos. Se construye con redimidos. Y el temor a equivocarnos ha secuestrado a muchos redimidos en cárceles de autoexigencia que Dios nunca diseñó. Ministros que predican con autoridad, pero lloran en secreto por no poder confesar sus dudas. Hombres y mujeres que, por temor al juicio, convierten la doctrina en una armadura donde nada puede entrar ni salir. El error se convierte en un monstruo, y el corazón se endurece no por maldad, sino por supervivencia.

Pero ¿quién nos enseñó que Dios espera perfección en el proceso? ¿Quién nos hizo creer que la fidelidad se mide por la ausencia de errores y no por el arrepentimiento que nace cuando reconocemos que hemos fallado? Es tiempo de romper esa ancla. Es tiempo de que el barco avance.

Amados, no somos invulnerables. No estamos llamados a sostener una imagen. Estamos llamados a ser vaso de barro con gloria adentro. El mismo Dios que te llamó a predicar, te llama también a llorar cuando la carga te aplasta. A reconocer que no tienes todas las respuestas. A permitirte aprender, aun cuando pensabas que ya sabías. Porque si predicas la cruz, debes vivir como quien se desnuda en ella: vulnerable, expuesto, pero redimido.

Los errores no son enemigos del Reino. Son los escenarios donde la gracia se manifiesta con más poder. Pedro negó a Cristo, y en esa negación encontró la ternura del Maestro que lo restauró con una pregunta sencilla: ¿me amas? Esa pregunta no vino con reproche, vino con asignación. Porque Dios no toma lista de errores para calificar tu llamado. Él toma tus errores para profundizar tu dependencia.

El problema no es equivocarse. El problema es dejar que el temor nos haga esconder los errores en el cajón de la culpa, o peor aún, hacer la vista gorda sobre cosas que sabemos no están claras. Y mientras más escondemos, más nos asfixiamos. Más le decimos a la congregación que aquí todo está bien, cuando por dentro estamos gritando que necesitamos aire. Ese aire es la gracia, y esa gracia está en la revelación de que Dios trabaja mejor con los quebrantados que con los que aparentan estar enteros y sin aparentes equivocaciones.

La Escritura no fue escrita por héroes invulnerables. Fue escrita por hombres que mintieron, se desesperaron, se enojaron con Dios, y aun así, fueron usados. No porque fueran perfectos, sino porque fueron moldeables. ¿Qué hubiese sido de David si al equivocarse se hubiera encerrado en la culpa sin cantar salmos de arrepentimiento? ¿Qué hubiese sido de Moisés si su asesinato lo hubiese condenado al silencio sin permitirle encontrarse con la zarza ardiente? ¿Qué hubiese sido de Pablo si se hubiera dejado definir por su pasado de persecución y no por su encuentro con la luz?

Hay errores que se convierten en púlpitos. Errores que nos enseñan más que cualquier seminario. Cuando los reconocemos, cuando los presentamos al Señor, cuando los usamos como leña para el fuego del altar, entonces dejan de ser anclas y se convierten en remos. Remos que nos impulsan a llevar el mensaje con más compasión, con más entendimiento, con más contexto, con menos juicio, con más autenticidad.

Pero para eso hay que matar el ídolo. El ídolo de la falsa perfección. Ese ídolo que nos susurra que no podemos fallar porque todos nos están mirando. Y sí, nos miran. Pero lo que más necesitan ver no es nuestro acierto, sino nuestra redención. Un pueblo que ve a su ministro caminar con libertad, incluso después de tropezar, encuentra esperanza. Porque si el que enseña puede ser restaurado, entonces ellos también.

Jesús no usó a los sabios en su sistema para edificar su Reino. Usó a los disponibles. Y la disponibilidad verdadera se prueba en el momento del error. ¿Serás lo suficientemente libre para confesar que puedes estar equivocado? ¿Serás lo suficientemente maduro para pedir perdón, para corregir, para volver a las Escrituras como un niño sediento por la palabra revelada? ¿Serás lo suficientemente cristiano para dejar de lado la apariencia perfecta, y abrazar la verdad aunque duela?

Porque cuando el error ya no nos define, y cuando la gracia se convierte en el lenguaje más usado, entonces el Reino avanza. El barco deja de estar quieto. Las velas se llenan de viento. El mar responde. Los corazones se abren. Y el temor huye. Porque el temor no puede permanecer donde el amor se perfecciona. Y el amor perfecto no exige hombres que no se equivocan, requiere sinceridad.

Así que si te has equivocado, no es tiempo de esconderlo. Es tiempo de rendirlo. De ponerlo en el altar. De permitir que Dios lo use para sanar a otros. Porque la gloria no está en no fallar. La gloria está en ser transformado. Y cuando eso ocurre, ya no predicamos desde la altura de la perfección, sino desde la profundidad del quebranto. Y desde ahí, se libera a otros para que también se levanten.

Amados hermanos, caminantes del Reino: el error no es enemigo. El temor sí. Rompe el ancla. Permite que el barco avance. Porque más allá del miedo está el llamado. Y más allá del error, está la gracia que nunca falla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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