Cómo Ciro y Darío…

Porque cuando el cielo habla, los árboles de justicia llenan la tierra y ésta responde. Y cuando la tierra responde, el Reino avanza.

      En los días en que los imperios se extendían como sombras sobre la tierra, hubo un rey que gobernó de manera distinta. Su nombre era Ciro, rey de Persia. No era israelita, ni profeta, ni sacerdote. Pero Dios lo llamó por nombre mucho antes de que naciera, y lo ungió para cumplir un propósito divino (el perfil de un rey y sacerdote de hoy). Isaías lo profetizó así: “Así dice Jehová a su ungido, a Ciro, cuya mano derecha he tomado para sujetar naciones delante de él…” (Isaías 45:1). Ciro fue usado por Dios para liberar a Su pueblo del cautiverio babilónico, y para permitir la reconstrucción del templo en Jerusalén.

Lo que Ciro hizo no fue solo un acto de misericordia, sino también una estrategia imperial. La cultura persa entendía que un pueblo restaurado es un pueblo productivo. Que la paz trae tributo, y que la adoración trae estabilidad. Por eso, cuando Ciro conquistó Babilonia, no destruyó lo que encontró. En cambio, emitió un decreto: que los judíos regresaran a su tierra, que reconstruyeran su templo, y que se les devolvieran los utensilios sagrados. Este decreto está registrado en Esdras 1:2–4: “Así dice Ciro rey de Persia: Jehová el Dios de los cielos me ha dado todos los reinos de la tierra, y me ha mandado que le edifique casa en Jerusalén…”

Pero como suele ocurrir, con el paso del tiempo, el decreto fue olvidado. La obra se detuvo. Los enemigos de la restauración escribieron cartas al rey (los enemigos de hoy redactan doctrinas que se desvían del propósito divino) acusando a los judíos de rebelión. El templo quedó a medio construir, como una promesa suspendida (te suena: la famosa dispensación de la gracia que supuestamente suspende el tiempo antes de la llegada del Reino). Entonces apareció otro rey: Darío. Él no era Ciro, pero tenía algo en común con él: respeto por los decretos, y disposición para buscar la verdad. Cuando se le presentó la disputa, Darío ordenó que se buscaran los archivos reales. Y allí, en Ecbatana, se encontró el decreto original. Esdras 6:2 lo relata: “Y fue hallado en Ecbatana, en el palacio que está en la provincia de Media, un rollo en el cual estaba escrito así: Memoria…”

Darío no solo confirmó el decreto. Lo honró. Lo protegió. Lo financió. Ordenó que se proveyera todo lo necesario para la reconstrucción del templo: animales para los sacrificios, trigo, vino, aceite. Y estableció una advertencia: que nadie se atreviera a interferir. Esdras 6:7–10 dice: “Dejad que se haga la obra de esta casa de Dios… y lo que fuere necesario… que se les dé día por día sin falta.”

Este relato, aunque histórico, es también profundamente espiritual. Nos enseña que la Palabra de Dios, como el decreto de Ciro, puede ser olvidada por generaciones, pero sigue vigente. Puede ser enterrada bajo el polvo de las tradiciones religiosas, pero sigue viva. Y cuando alguien, como Darío, decide buscarla, honrarla y aplicarla, la restauración se activa de nuevo.

La cultura persa tenía una visión clara: mantener las provincias conquistadas lo más saludables posible por estrategia. Un pueblo enfermo no produce. Un pueblo oprimido se rebela. Pero un pueblo restaurado, que conserva su fe, su lengua, su templo, es un pueblo que tributa con alegría, que coopera, que florece. Esta lógica, aunque secular, tiene una resonancia espiritual. Porque el Reino de los cielos también busca restaurar, no destruir. Dios no conquista corazones para someterlos, sino para sanarlos. No impone su voluntad, sino que la revela como aquella que le da plenitud al diseño. Y cuando nosotros, como ciudadanos de ese Reino, entendemos esta cultura, comenzamos a vivir de otra manera.

Jesús lo expresó con claridad: “El Reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 4:17). Y cuando enseñó a orar, nos dijo: “Venga tu Reino, hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). Esto no es solo una oración, sino una cultura. La cultura del Reino no se basa en control, sino en comunión. No busca igualdad, sino unidad. En ella, cada persona es llamada a restaurar su templo interior, a reconstruir su adoración, a volver al diseño original.

Pero para que esto ocurra, debemos hacer lo que hizo Darío: buscar en los archivos. Volver a la Palabra. No como un libro antiguo, sino como un decreto vigente. Porque cada versículo, cada promesa, cada mandamiento, es una orden del Rey. Y cuando la honramos, cuando la aplicamos, cuando la protegemos, el Reino se manifiesta en la tierra.

El salmista lo entendía cuando escribió: “La suma de tu palabra es verdad, y cada una de tus justas ordenanzas es eterna” (Salmo 119:160). Y también dijo: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). La Palabra no es solo guía, es fundamento. No es solo consuelo, es decreto. Y como tal, merece ser honrada.

Hoy vivimos en una época donde muchos han olvidado o desviado el decreto. La Palabra ha sido archivada, reinterpretada, y hasta manipulada. Algunos la ven como una sugerencia, otros como una carga. Pero pocos la ven como lo que realmente es: el decreto del Rey de reyes. Y como ocurrió en tiempos de Darío, hay oposición. Hay voces que dicen que no debemos reconstruir, que debemos esperar, que debemos salir huyendo de nuestra herencia. Pero también hay una generación que está despertando. Que está buscando en los archivos. Que está redescubriendo el decreto. Y que está decidida a honrarlo.

Honrar la Palabra no es solo leerla. Es vivirla. Es protegerla de la interferencia. Es financiar su obra, como hizo Darío. Es proveer lo necesario para que otros también puedan cumplir su diseño. Es establecer límites claros: aquí no se toca lo sagrado. Aquí se respeta lo que Dios ha dicho. Porque cuando la Palabra es honrada, el templo se levanta. Y cuando el templo se levanta, la presencia vuelve. Y cuando la presencia vuelve, todo cambia. Y todo esto debe ocurrir en el corazón de un hombre restaurado.

Jesús dijo: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mateo 24:35). Y también: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). Guardar no es esconder, es proteger, es aplicar, es vivir. La cultura del Reino nos llama a ser como Darío. A gobernar nuestras vidas con sabiduría. A buscar en los archivos antes de decidir. A no dejarnos llevar por la presión del momento, por autoridades temporales, por no contradecir el status quo, sino por la verdad eterna.

Nos llama a ser como Ciro: a usar nuestra influencia para restaurar lo que otros han olvidado o destruido. A liberar a los cautivos. A devolver lo que fue robado. A permitir que cada corazón vuelva a su Jerusalén interior. Pero también nos llama a ser como los constructores del templo: perseverantes, obedientes, adoradores. Ellos no tenían poder político, pero tenían una promesa. No tenían ejército, pero tenían un decreto. Y eso fue suficiente. Porque cuando el cielo habla, los árboles de justicia llenan la tierra y ésta responde. Y cuando la tierra responde, el Reino avanza.

Hoy, tú y yo tenemos acceso al decreto. Está en nuestras manos, en nuestras biblias, en nuestras mentes y corazines. Pero ¿lo estamos honrando? ¿Lo estamos buscando cuando hay oposición? ¿Lo estamos protegiendo cuando otros lo atacan? ¿Lo estamos financiando con nuestros recursos, nuestro tiempo, nuestra pasión? Porque el Reino no avanza solo con palabras, sino con honra. Y la honra comienza cuando reconocemos que la Palabra no es nuestra, sino del Rey. Que no podemos modificarla, solo obedecerla. Que no podemos archivarla, solo proclamarla.

La cultura persa entendía que la restauración era buena política. La cultura del Reino entiende que la restauración es buena eternidad. Porque cada templo reconstruido es un alma restaurada. Cada altar levantado es una vida transformada. Cada decreto honrado es una victoria del cielo en la tierra.

Así que hoy, como Darío, busquemos en los archivos. Volvamos a la Palabra. Honremos el decreto. Protejamos lo sagrado. Y permitamos que el templo se levante en cada corazón que decide vivir según la cultura del Reino.

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