No somos el centro del universo. No somos los autores de la historia. No somos los protagonistas del plan eterno. Dios es el sujeto. Cristo es el Hijo por quien y para quien todo fue creado. Y nosotros los seres humanos somos Su creación, hecha con propósito, sí, pero siempre para Su gloria, no para la nuestra.
La Biblia nos revela con claridad quién es el verdadero Diseñador. En Colosenses 1:16, el apóstol Pablo declara:
“Porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y sobre la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de Él y para Él.”
Fíjate: todo fue creado “por medio de Él” (Cristo) y “para Él”. No para nosotros. No para nuestro éxito, nuestra fama ni nuestra comodidad. El diseño del universo, de la historia y de cada vida humana gira alrededor de Cristo, no alrededor del hombre.
Cuando Adán y Eva pecaron en el huerto (Génesis 3), no solo desobedecieron un mandato; intentaron usurparon el lugar de Dios, quisieron ser como Él, decidir el bien y el mal por sí mismos. Ese error, creer que el hombre es el centro, ha marcado a la humanidad desde entonces. Hoy seguimos cayendo en la misma trampa: pensamos que la vida debe servirnos a nosotros, que Dios existe para bendecir nuestros sueños, nuestros planes, nuestra felicidad.
Pero la verdad es otra. Dios no nos diseñó para que fuéramos el protagonista, sino para que reflejáramos Su gloria llegando a ser uno con Él y su Hijo a través del amor.
El salmista lo entiende cuando dice en Salmos 139:13–14:
“Porque Tú formaste mis entrañas; Tú me tejiste en el vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado, y mi alma lo sabe muy bien.”
Aquí no se dice: “¡Qué increíble soy yo!”. Se dice: “¡Maravillosas son Tus obras, oh Dios!”. La admiración no se dirige al hombre, sino al Creador. Nosotros somos la tela; Dios es el tejedor. Somos la arcilla; Él es el alfarero (Isaías 64:8). El error del barro ha sido creer que puede moldearse así mismo, o peor aún, creer que puede dar instrucciones al Alfarero. Por eso vemos a muchos predicadores de hoy, hablándoles a los creyentes de sus propósitos personales, para que les valla bien en sus iniciativas y reinos privados.
En el diseño soberano, Cristo es el propósito. No fuimos creados solo para vivir una vida tranquila, sino para ser conformados a la imagen de Su Hijo (Romanos 8:29). Dios no busca seguidores que usen a Cristo para lograr sus metas personales. Busca hijos que se completen en la grandeza de Cristo, que digan con Juan el Bautista: “Es necesario que Él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30), porque allí está la consecución de nuestra plenitud.
Incluso nuestras “buenas obras” no son para que brillemos nosotros, sino para que Dios sea glorificado. Efesios 2:10 lo aclara:
“Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.”
Somos “hechura suya”, obra de Sus manos, no autores de nuestra propia salvación ni de nuestro destino. Todo fue preparado por Él, en Cristo, y para Su voluntad.
Cuando olvidamos esto, caemos en un orgullo desordenado: creemos que Dios nos necesita, que sin nosotros Su plan se detiene. Y hasta cierto punto es verdad, Él necesita a los hombres para cumplir su voluntad, así lo diseñó, pero si nosotros no la hacemos, entonces Él se hará provisión de otros que si la hagan. Ezequiel 36:26–27 dice:
“Y os daré un corazón nuevo, y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra.”
Incluso en medio del sufrimiento, el diseño no gira alrededor de nuestro consuelo inmediato, sino de la revelación de la gloria de Cristo. José sufrió traición, prisión y olvido, pero al final declaró: “Vosotros pensasteis hacerme mal, mas Dios lo encaminó a bien” (Génesis 50:20). El bien no fue solo que José fuera gobernador, sino que a través de él, Dios preservara vida… y con ello, la línea por la cual vendría Cristo.
Nuestra vida tiene valor no porque seamos importantes en sí mismos, sino porque Dios nos ha unido a Cristo. Fuera de Él, somos como hojas secas al viento. Pero en Él, somos piedras vivas en un templo espiritual (1 Pedro 2:5), cuyo fundamento es Jesucristo.
Por eso, la vida abundante que Jesús prometió (Juan 10:10) no es una vida centrada en nuestros deseos, sino en conocerle a Él, amarle a Él, y vivir para Él. La verdadera paz no viene de tener todo bajo control, sino de entregar el protagonismo a quien realmente lo merece: al Cordero que fue inmolado antes de la fundación del mundo (Apocalipsis 13:8).
Así que hoy, no te preguntes: ¿Qué quiere Dios que yo logre?, sino: ¿Cómo puede Dios ser glorificado en mí?. No busques ser el héroe de tu historia, sino un testigo fiel del único Héroe verdadero: Jesucristo, el Señor del diseño eterno.
Porque al final, como dice Isaías 43:1:
“Ahora, pues, así dice Jehová, el que te creó, oh Jacob, y el que te formó, oh Israel: No temas, porque yo te he redimido; te he llamado por tu nombre; mío eres tú.”
Somos Suyos. No para tu gloria, sino para la Suya. Y en eso está tu verdadera dignidad, tu verdadero descanso, y tu verdadero propósito.
Seguramente te preguntarás: ¿Y nosotros qué? ¿no tenemos gloria?. Y la respuesta es si, nuestra gloria, o aquello de lo que nos podemos alabar, lo vamos a encontrar en Jeremías 9:23–24:
“Así dijo Jehová: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni se alabe el fuerte en su fuerza, ni se alabe el rico en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová.”
Huye del mensaje que embellece tu alma con filtros del teléfono celular. Cuando oigas la palabra “empoderamiento” usada para exaltar al hombre , sal corriendo. Porque ese mensaje no te lleva a la humildad del arrepentimiento, sino al engaño del orgullo; no te enseña a amar a Dios con todo tu corazón, sino a adorarte a ti mismo con una falsa compasión.
El verdadero amor no nace de mirarte a ti, sino de contemplar a Aquel que te diseñó para Su gloria.
Bendiciones a todos…