Cuando los púlpitos usurpan

¿Cuándo permitimos que la estructura fuera más relevante que el mensaje?

     La cultura del púlpito es peligrosa y Jesús lo sabía. Él no necesitaba una plataforma elevada para ser escuchado. Su autoridad no venía por hablar desde un sitio alto, sino de la verdad. No se rodeaba de luces, ni de micrófonos, ni de estructuras que lo separaran del pueblo. Él caminaba entre la gente, tocaba al leproso, comía con pecadores, lloraba con las hermanas de Lázaro, se detenía por el clamor de un ciego. Su ekklesía no era un escenario, era una mesa llena de comunión. Era un cuerpo vivo, convocado por el Espíritu, no por el programa.

Pero hoy, en muchos lugares, los púlpitos han usurpado el lugar del Espíritu. Han reemplazado la comunión por el espectáculo. Han convertido la voz del cuerpo en silencio, y la voz del docto en dogma. El púlpito, que debería ser un lugar de servicio, se ha transformado en trono de hombre. Y cuando el trono se eleva, el cuerpo se calla.

La palabra “ekklesía” que se usó en Mateo 16:18 —“Sobre esta roca edificaré mi iglesia”— no era religiosa. Era una palabra política, comunitaria, activa. En las ciudades griegas, la ekklesía era la asamblea de ciudadanos convocados para decidir, para legislar, para actuar. La Escritura toma esa palabra y la redime. Él no dice “edificaré mi templo”, ni “mi religión”, ni “mi denominación”. Dice “mi ekklesía”. Mi pueblo convocado. Mi cuerpo activo. Mi comunidad viva.

Pero algo pasó, con el tiempo la ekklesía fue institucionalizada. Se convirtió en estructura, en jerarquía, en evento, en liturgia, en programa, y últimamente en espectáculo. Así quedó el púlpito. No como herramienta, sino como símbolo. El púlpito se volvió el lugar donde uno habla y los demás escuchan. Donde uno interpreta y todos repiten. Donde uno brilla y todos aplauden. Y así, el cuerpo dejó de discernir, de participar, de hablar y de manifestar su propósito.

En Hechos 2, cuando el Espíritu Santo descendió, no lo hizo sobre un púlpito. Lo hizo sobre personas. Sobre hombres y mujeres reunidos en unidad, en espera, en hambre y sed. Y cuando Pedro se levantó para hablar, no lo hizo desde una plataforma, sino desde el fuego. Su mensaje no fue decorado, ni programado, ni aprobado por comité de ancianos. Fue palabra viva, nacida del Espíritu, y cortó el corazón de miles. “¿Qué haremos?” preguntaron. Y Pedro no los invitó a asistir el próximo domingo. Les dijo: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados” (Hechos 2:38).

Ese bautícese se no tenía la inspiración de bajar a las aguas como acto puntual, sino que era el clamor del Cielo para que los hombres murieran al Mundo y resucitarán al Reino.

Pero hoy, muchos púlpitos han usurpado ese fuego, lo han domesticado, lo han convertido en formato, en discurso, en rutina. Y el pueblo sale igual, sin quebranto, sin decisión, sin transformación. Porque el púlpito no puede hacer lo que solo el hambre y la sed de la justicia si puede.

Cuando Jesús enseñaba, lo hacía en el camino, en la casa, en la barca, en el monte. Su autoridad era interna, no estructural. Y cuando los discípulos discutían quién sería el mayor, Él no les dio un púlpito. Les dio una toalla. “El que quiera ser el mayor, que sea el servidor de todos” (Marcos 10:43–44). Pero hoy, muchos púlpitos se usan para elevar al hombre, no para servir al cuerpo.

La iglesia primitiva no tenía templos, no tenía púlpitos, tenía mesas de comunión, tenía casas de oración, tenía fuego, tenía verdad, tenía arrepentimiento, tenía milagros, tenía persecución, tenía unidad, tenía propósito, tenía hambre, tenía sed, tenía visión, tenía urgencia, tenía cruz, tenía resurrección, tenía Espíritu. Y por eso, tenía transformación.

Pero hoy, en muchos lugares, el púlpito se ha convertido en ídolo. Se presta más atención a la manera de vestir del predicador que al mensaje. Se honra más la estructura que la presencia. Se repite más el formato que la revelación. Y el pueblo se acostumbra, se acomoda, se adormece, se entretiene, se emociona, pero no se transforma, y los leones quedan domesticados en cuatro paredes, en vez de arrebatar la tierra con sus rugidos.

Jesús no vino a establecer púlpitos, vino a establecer Reino, y el Reino no se manifiesta desde una plataforma, sino desde una vida rendida, desde un corazón quebrantado, desde una obediencia con propósito, desde una comunión real, desde una justicia encarnada y desde una verdad sin maquillaje.

Cuando los púlpitos usurpan, el cuerpo se paraliza, se convierte en audiencia, en consumidor, en espectador, en repetidor, pero no en discípulo, no en testigo, no en manifestación, no en ekklesía.

Pablo, en 1 Corintios 14, habla de cómo debe funcionar la reunión de los santos. Dice que cada uno tiene algo que aportar: salmo, enseñanza, revelación, lengua, interpretación. Cada uno. No uno solo. No el del púlpito. Todos. Porque el cuerpo no fue diseñado para ser silenciado, sino para ser activado. Pero cuando el púlpito se convierte en centro, el cuerpo se convierte en sombra.

Mas que el púlpito, Jesús usó la cruz, usó camino, usó mesa, usó agua, usó polvo, usó lágrimas, usó pan, usó vino, usó mesa, usó silencio, usó fuego, usó Espíritu, usó verdad, usó compasión, usó confrontación, usó servicio, usó entrega, usó obediencia y usó amor.

La transformación no viene por el púlpito, viene por el Espíritu, por la verdad, por el quebranto, por la comunión, por la obediencia, por la cruz, por la resurrección, por la urgencia, por el hambre, por la sed, por la visión, por la activación, por la justicia, por la misericordia, por la fe y por el amor.

Cuando los púlpitos usurpan, el Reino se institucionaliza, se convierte en evento, en programa, en estructura, en negocio, en propiedad, en control, en repetición, en espectáculo, en religión, pero no en vida.

Y cuando eso pasa, el pueblo deja de ser ekklesía, se convierte en audiencia, en cliente, en asistente, en consumidor, en espectador, en repetidor, pero no en discípulo, no en testigo, no en manifestación y no en cuerpo.

Jesús no vino a levantar púlpitos, vino a levantar muertos, vino a romper estructuras, vino a confrontar sistemas, vino a restaurar diseños, vino a encender fuego, vino a convocar ekklesía, vino a acercar y manifestar el Reino.

Y hoy, Él sigue buscando una iglesia sin púlpito, pero con fuego. Sin escenario, pero con cruz. Sin espectáculo, pero con verdad. Sin formato, pero con presencia. Sin control, pero con comunión. Sin rutina, pero con urgencia. Sin negocio, pero con justicia.

Porque cuando los púlpitos usurpan, el Reino se apaga. Pero cuando el cuerpo se activa, el Reino se manifiesta.

Bendiciones…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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