Extraído de las tribus lejanas de Zimbabue:
Había una vez un granjero que vivía en un pueblo y tenía un rebaño de ovejas. Un día, llevó a sus ovejas al campo para pastar y mientras ellas lo hacían, de pronto escuchó un ruido extraño que venía de un pastizal. Sonaba como un gatito perdido.
Por curiosidad, el viejo pastor fue a ver el origen de ese sonido tan insistente y, para su sorpresa, encontró un pequeño cachorro de león que, evidentemente, se había separado de su familia.
Su primer pensamiento fue el peligro que corría si se quedaba cerca del cachorro y sus padres aparecían. Entonces, el anciano rápidamente se alejó del área y observó desde la distancia para ver si la madre del león regresaba.
Sin embargo, cuando el sol comenzó a caer y aún no había señales de que el cachorro fuera rescatado, el pastor decidió, según su mejor juicio y por la seguridad del león, llevarlo a su granja para cuidarlo.
Durante los siguientes ocho meses, el pastor alimentó al cachorro con leche fresca y lo mantuvo abrigado, seguro y protegido en la granja. Cuando el cachorro creció y se convirtió en un leoncito enérgico, juguetón y musculoso, el pastor comenzó a llevarlo diariamente a pastar junto a las ovejas. El leoncito creció con las ovejas y se convirtió en parte del rebaño.
Ellas lo aceptaron como uno de los suyos y él actuaba como una oveja.
Luego de quince meses, el pequeño león se había convertido en un adolescente; pero actuaba, sonaba, respondía y se comportaba como una oveja. En esencia, se había convertido en una oveja por asociación. Se había perdido en sí mismo y era una oveja más.
Un caluroso día, cuatro años después, el pastor se sentó en una roca, refugiado bajo la sombra de un árbol, y observó cómo su rebaño pastaba y bebía agua a orillas de un río cristalino.
El león, que creía ser una oveja, lo siguió al agua para beber. De pronto, al otro lado del río, apareció en la selva una gran bestia que el joven león nunca había visto.
Las ovejas entraron en pánico, como movidas por un instinto de supervivencia, saltaron del agua y corrieron de vuelta a la granja. El rebaño no se detuvo hasta llegar a un lugar seguro, acurrucado detrás de la baranda del corral.
Extrañamente, el león, ahora adulto, también estaba acurrucado y muerto de miedo. Mientras todos corrían por seguridad, la bestia emitió un rugido que hizo temblar la selva. Cuando levantó la cabeza por encima de los pastizales, el pastor vio que tenía la boca llena de sangre y el cuerpo sin vida de un cordero. Supo entonces que el peligro había vuelto a esa parte de la jungla.
Pasaron siete días sin incidentes. Mientras el rebaño pastaba, el joven león fue al río a beber. Al inclinarse sobre el agua, entró en pánico y corrió desesperadamente a la granja. Las ovejas no corrieron y se preguntaron por qué él lo hizo. Por su parte, el león se preguntaba por qué ellas no huyeron, si él había visto nuevamente a la bestia.
Tiempo después, el joven león regresó lentamente al rebaño y volvió a beber del río. Una vez más, vio a la bestia y volvió a entrar en pánico, pero esta vez lo que había visto era su propio reflejo en el agua. Mientras intentaba entender lo que estaba viendo, la verdadera bestia emergió de la jungla.
El rebaño corrió hacia la granja. Pero antes de que el joven león pudiera moverse, la bestia se plantó delante de él y rugió ensordecedoramente, llenando el aire por un instante. El joven león sintió que su vida estaba a punto de terminar. Se dio cuenta de que había visto dos bestias: una en el agua y otra frente a él.
Su cabeza giraba en confusión mientras la bestia, a tres metros de distancia, gruñía como si dijera: “Inténtalo, ven y sígueme”. El león sintió un estremecimiento que nunca antes había experimentado.
El miedo lo atrapó, pero intentó imitar a la bestia. Sin embargo, el único sonido que salió de su garganta fue el balido de una oveja.
La bestia rugió con más fuerza, como diciendo: “Inténtalo otra vez”. Después de siete u ocho intentos, el joven león logró emitir el mismo rugido. También sintió algo en su cuerpo que jamás había sentido: como si estuviera experimentando una transformación total en mente, cuerpo y espíritu.
Entonces, aparecieron en el río dos bestias rugiendo mutuamente, y el pastor fue testigo de algo que jamás olvidaría, mientras el eco de los rugidos llenaba la jungla por kilómetros: la gran bestia se detuvo, dio la espalda al joven león y comenzó a internarse en la espesura. Luego se detuvo, miró una vez más al joven león y rugió, como diciendo: “¿Vienes?”
El joven león entendía el gesto, y de pronto comprendió que había llegado el día de decidir. El día en que tendría que elegir entre seguir viviendo como una oveja o convertirse en el león que acababa de descubrir que era. Para llegar a ser quien realmente era, tendría que renunciar a la vida simple, predecible y segura de la granja, y abrazar la vida peligrosa, salvaje e incierta de la jungla. Era un día de sinceridad con uno mismo y de dejar atrás la falsa imagen del pasado.
Fue una invitación para una oveja a convertirse en rey de la jungla. Pero aún más importante: fue una invitación a pasar de tener solo el cuerpo de un león, a poseer el espíritu de uno. Luego de mirar varias veces hacia la granja y la jungla con gesto de indecisión, el joven león dio la espalda a la granja y a las ovejas que lo habían acompañado tantos años… y siguió a la bestia para convertirse en lo que siempre había sido: un rey león.
Hay historias que nos arrancan el alma, no por su tragedia, sino por la verdad que revelan sobre nosotros. Esta es una de esas. No se trata solo de un león entre ovejas. Es la historia tuya y mía, de todos los que alguna vez olvidamos quiénes éramos en Cristo y aprendimos a balar cuando nacimos para rugir.
“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento…” (Romanos 12:2)
Desde el momento en que un león es separado de su entorno natural y es alimentado como una oveja, entonces su entorno condiciona su comportamiento. No es cuestión de maldad, sino de costumbre. Así es la cultura del mundo que nos rodea: domestica lo salvaje, amansa lo profético y adormece lo eterno.
¿Cuántos hemos vivido dentro de un sistema que nos enseña a temer nuestra verdadera voz? ¿Cuántos hemos reducido nuestras convicciones por no incomodar a quienes nos rodean? Como el león, muchos hemos sido condicionados. Sin cadenas, pero con hábitos. Sin jaulas, pero con mentalidad de rebaño.
> “Mi pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento…” (Oseas 4:6)
No por falta de inteligencia o de saber, sino por ausencia de la identidad que se revela en la intimidad. Nos acostumbramos a repetir lo que otros dicen, a imitar fórmulas religiosas, y olvidamos lo único que transforma: el conocimiento vivencial de quién somos en Cristo. Sin eso, actuamos como ovejas fuimos llamados a gobernar, pero que perdimos la capacidad de hacerlo.
Cuando el león vio su reflejo, huyó. No porque fuera débil, sino porque no entendía lo que veía. Así también, el llamado de Dios en nosotros puede parecernos amenazante. Sentimos que si lo abrazamos, perderemos el “seguro” corral donde hemos vivido al que llamamos mundo. Pero ese corral, aunque cómodo, nunca fue nuestro Reino.
> “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.” (2 Timoteo 1:7)
Todo temor que nos paraliza está basado en una mentira sobre nuestra identidad. El león no tenía miedo del peligro; tenía miedo de él mismo. Y así vivimos muchos: más asustados de lo que podríamos lograr en Cristo que de lo que ya estamos sufriendo lejos de Él.
> “El espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.” (Romanos 8:16)
Cuando el león se inclinó sobre el agua y huyó, no escapaba de una amenaza externa, sino de una revelación interna. El reflejo no era una ilusión ni un enemigo: era la prueba de una identidad que había olvidado. Cada vez que te acercas al agua, estás expuesto a ver tu verdadero reflejo, y no es casualidad que el agua clara de río representa la palabra de Dios, el texto sagrado que nos demuestra la pereza intelectual que padecemos.
Dios ha puesto su Espíritu como espejo en lo profundo, y cuando nos encontramos con nuestra imagen celestial, no la que el mundo nos ha dado, sino la que Él diseñó desde la eternidad, muchos entonces salimos corriendo.
No estamos entrenados para reconocer la gloria que llevamos por dentro. Preferimos la seguridad del rebaño, el balido familiar, las paredes del corral. Pero el Reino no está detrás de barandas: está en lo salvaje, lo auténtico, lo eterno, lo que se arrebata con violencia.
> “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo.” (Efesios 5:14)
El rugido de la bestia no era amenaza. Era llamado. Era testimonio. Era la voz de uno que ya había despertado de su muerta al tercer día y ahora invitaba a otro a hacer lo mismo.
Así llama Cristo. No desde la seguridad del establo, sino desde la espesura del Reino. Su voz no es domesticada, ni socialmente correcta, ni diseñada para gustar. Es fuego, es verdad, es confrontación que nos empuja fuera de la falsa comodidad, es política que confronta el status quo del dominio del hombre sobre el hombre.
Cuando el joven león intentó rugir, algo en él se rompió… y algo nuevo se formó. Porque la transformación nunca comienza por imitación sino por reconexión con el diseño original.
> “Pero todos nosotros… somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen.” (2 Corintios 3:18)
No se trataba de elección entre bien y mal. Era más profundo: elegir entre continuar como lo que aprendió a ser o despertar como lo que siempre fue. Entre seguir viviendo como una versión editada, o encarnar la imagen verdadera.
Y esto es el Reino: no una religión más, sino un sistema que restaura nuestra esencia divina. Vivir en Cristo no es solo portarse bien, es rugir en justicia, habitar en compasión, y caminar con autoridad en amor.
> “Y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios…” (Apocalipsis 1:6)
> “Porque la creación aguarda con gran anhelo la manifestación de los hijos de Dios.” (Romanos 8:19)
> “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” (2Corintios 5:17)
El joven león mira a su alrededor y ve el corral, la granja, los recuerdos, las costumbres, los balidos que una vez imitó. Pero ahora entiende: todo eso fue una sombra de una identidad prestada. Fue cómodo, sí… pero ajeno. Fue seguro, sí… pero falso. Fue hogar… pero no destino.
En Cristo, no se nos invita a mejorar nuestra versión domesticada. Se nos llama a morir a ella. A renunciar a todo lo que aprendimos de una cultura de rebaño que nos quiere tímidos, uniformes, predecibles. El Reino no domestica: libera.
> “Porque el Reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder.” (1 Corintios 4:20)
Ya no hay espacio para pactar con la mediocridad, ni para vestirnos de “ovejas mejoradas”. Es hora de rugir como redimidos, vivir como ungidos, y caminar como herederos.
No todos los leones son reyes. No todos los creyentes son manifestación. Pero aquel león que se atrevió a rugir, empezó a habitar su llamado.
> “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios…” (1 Pedro 2:9)
No es orgullo. Es diseño. No es altivez. Es obediencia. No es superioridad. Es rendición a una identidad que fue impresa en espíritu antes de que fuéramos tejidos en carne.
El León no es rey de la selva por ser fuerte o valiente, él es rey porque da su vida por la manada.
> “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.” (Juan 10:17-18)
El Reino no es un sistema de moralidad mejorada. Es una cultura espiritual encarnada, una manera de pensar que produce decisiones, y decisiones que transforman destinos. En la jungla del Reino, no hay espectadores. Solo hijos que se levantan, rugen, y transforman su entorno, extendiendo así los nuevos cielos y la nueva tierra para la gloria de Dios.
> “Porque en Él vivimos, y nos movemos, y somos…” (Hechos 17:28)
No más balidos en gargantas proféticas. No más rebaños sin dirección. No más cristianos con espíritu domesticado. Hoy, decidimos dejar atrás la granja. No como quienes abandonan algo valioso, sino como quienes regresan a su lugar eterno.
La cultura del Reino no se negocia ni se imita. Se vive. Y vivirla no es aprender un protocolo religioso… es recordar el rugido que ya nos habita por causa del Espíritu que mora en nosotros, la garantía del nuevo pacto.
Hoy no hacemos una invitación. Hacemos una declaración:
– Somos leones. Siempre lo fuimos.
– No volveremos a balar.
– El Reino no es opción. Es diseño.
– Y hoy empezamos a rugir como quienes no tienen retorno.
Bendiciones…