Cuando el amor se hizo carne

Ruego que esta enseñanza derrumbe de una vez por todas, la falsa concepción del amor en la mente y el corazón de los hombres.

     Antes de que existiera el hombre, existía el amor. No una emoción pasajera ni una poesía romántica: un amor que creaba universos, que sostenía galaxias, que respiraba eternidad. Dios es ese amor. (1 Juan 4:8) No lo practica. No lo aprende. Es su naturaleza, su esencia, su fuerza creadora.

El hombre apareció, formado del polvo, pero diseñado para gloria. Sin embargo, desde el principio, no entendimos el amor. Lo confundimos con deseo, lo intercambiamos por poder, lo distorsionamos hasta reducirlo a una transacción. El amor humano dice: “Te amo porque eres útil”. Pero el amor de Dios dice: “Te amo aunque seas quebrado”.

Fue entonces cuando comenzó la historia de redención más escandalosa que el cielo haya escrito.

Cuando Adán escondió su rostro, no fue Dios quien se alejó. Fue el hombre quien comenzó a correr de aquello que más necesitaba. Y aun así, Dios lo buscó. Cada paso de la historia humana está marcado por un amor que no desiste.

No hay corazón tan endurecido que el amor del Creador no pueda quebrar con un susurro. Cada generación que se levantó con ídolos, con rebelión, con sangre en las manos, fue perseguida por un amor que no se cansa. Dios no ama porque tú lo merezcas; Él ama porque Él es amor.

Cuando Israel cayó en esclavitud, Dios lloró con ellos. Cuando los profetas fueron apedreados, el cielo se estremeció. Porque el amor verdadero no cubre heridas, las expone para sanarlas desde la raíz.

Llegó entonces el momento más insondable: el amor no solo habló… se encarnó. Jesús, el Hijo, vino no para observar, sino para descender al polvo.

Él comió con traidores, abrazó leprosos, lloró con mujeres rotas. Amar como Dios es correr hacia el leproso, no alejarse de él. No dijo “te amo” como quien compra afecto. Lo dijo como quien conquista la muerte por amor. Donde no hay sacrificio, no hay amor, solo interés disfrazado.

Jesús amó a quienes lo escupieron. Y tú… ¿a quién sigues llamando “imperdonable”?

No evitó la cruz, la abrazó para levantar a los caídos. Cuando dejó que clavos atravesaran sus manos, estaba rompiendo el velo que separaba tu alma del amor verdadero.

Y ahora, ¿cómo sigue esta historia? ¿Acaso termina en la tumba vacía? ¡No! La tumba vacía es solo el principio. El amor de Dios resucita muertos: no solo cuerpos, sino corazones endurecidos, almas fracturadas, vidas rotas.

El amor que vino del cielo no te exige cambiar para acercarte; te transforma cuando te abrazas a Él.

Cuando Jesús resucitó, no reclamó venganza, sin embargo vendría la retribución en forma de juicio.

Reclamó redención. Se apareció a Pedro, el traidor. Lo abrazó. Lo restauró. Si tu amor no perdona setenta veces siete, aún no has aprendido a amar como el cielo manda.

El verdadero amor no se compra, ni se gana, se da, se regala. Y en ese dar, el alma encuentra lo que ningún placer puede ofrecer: libertad.

Pero no creas que el amor de Dios es pasivo. No es un sentimiento de paz que ignora el caos. Es fuego que quema lo corrupto, es luz que revela lo oculto. Si el amor no confronta el pecado, no es amor, es silencio cómplice.

Cuando Jesús hablaba, sus palabras dividían multitudes. No porque no amara, sino porque su amor era demasiado puro para acomodarse a lo impuro. Si tu amor no transforma tu manera de ver al prójimo, es solo simpatía o antipatía, no es verdadero amor.

Amar como Dios es recordar que el dolor del otro también te concierne. No hay excusa que lo impida, porque el amor no busca lo suyo; busca al que todos han olvidado. (1 Corintios 13:5)

Si tu amor no duele, probablemente aún no ha muerto tu ego. Porque amar es crucificar el orgullo, descender a los infiernos del otro poniéndose sus zapatos y ofrecer resurrección.

Tal vez pienses que aún no estás listo para amar así. Que tus heridas te hacen incapaz. Pero no hay oscuridad que pueda apagar el amor que Dios encendió en ti.

Donde tú ves ruina, Dios ve tierra fértil para su amor plantar.

Él no espera que lo sientas. Él espera que lo vivas. No se trata de sentir amor, se trata de vivirlo como si tu alma dependiera de ello.

El amor de Dios no cambia para adaptarse al mundo; transforma el mundo para reflejar su amor. Cuando tú lo recibes, comienzas a ver diferente. Miras al enemigo con compasión y comprensión. Miras tu pasado con propósito. Quien conoce el amor de Dios, deja de pedir la justicia de los hombres y empieza a pedir misericordia bajo la justicia de Dios.

¿Y ahora qué?

El amor que te formó, te esperó, te redimió, también te invita. No para que seas perfecto, sino para que seas real. Cuando dejas de usar el amor como moneda y comienzas a usarlo como cruz, empieza el verdadero Evangelio.

Dios no te ama por lo que haces bien, sino a pesar de lo que haces mal mientras procuras estar en Cristo.

Cuando entiendes eso, todo cambia. Tus relaciones. Tu llamado. Tu eternidad.

El amor humano te pide que ocultes tus cicatrices. El amor de Dios las usa como testimonio. El amor no maquilla la verdad; la dice con lágrimas y con fuego. Porque Dios no quiere tu rendimiento… quiere tu corazón.

El amor no es una emoción; es la persona de Dios, y se manifiesta como una decisión que refleja la naturaleza de Dios.

Cuando el amor de Dios encuentra a una persona rota, no la remienda… la vuelve a hacer si ésta se lo permite. Él no hace parches; hace nuevas todas las cosas. Y en ese acto, revela que no vino a mejorar vidas, sino a resucitar almas.

A veces nos preguntamos: “¿Cómo puedo amar si no he recibido amor?”. Pero esa es la gloria del Evangelio: Dios amó primero. (1 Juan 4:19) No porque eras digno, sino porque Él quería hacerte digno con su sangre.

No hay herida demasiado profunda, ni pecado demasiado largo, que el amor del cielo no pueda cubrir con gracia y romper con verdad. Él solo pide tu entrega necesaria para empezar a redimir. El amor de Dios no se limita por tu historia; redime tu historia.

Los hombres han escrito millones de poemas sobre el amor. Pero ninguno ha dicho lo que una cruz ensangrentada gritó en silencio: “Yo te amo… hasta la muerte”.

Cuando una madre pierde a su hijo, cuando un niño es abandonado, cuando un anciano muere solo… ¿dónde está el amor ahí? Está en Cristo llorando con ellos. Porque amar como Dios es recordar que el dolor del otro también te concierne.

Dios llora donde tú lloras. Él no siempre cambia las circunstancias, pero siempre cambia al que lo busca en medio de ellas.

Si te sientes en la noche más oscura, recuerda: no hay oscuridad que pueda apagar el amor que Dios encendió en ti. Ese amor no necesita que veas con claridad, necesita que te rindas.

Muchas veces levantamos muros para protegernos. Pensamos que si escondemos nuestras heridas, seremos más fuertes. Pero el amor de Dios no negocia con máscaras. No pacta con apariencias.

El amor no maquilla la verdad; la dice con lágrimas y con fuego.

Por eso, cuando Dios te ama, no lo hace para tu comodidad, sino para tu eternidad. Y esa eternidad requiere que mueras a todo lo que construiste sin Él. Tu orgullo, tu religiosidad, tus filtros, tus tradiciones, y hasta tus excusas.

El amor que vino del cielo derriba esos muros como trompetas en Jericó, y luego planta vida después de haber limpiado los escombros.

¿Has mirado alguna vez a alguien con desprecio? ¿Has pensado que algunos no merecen redención? Si es así, aún no has sentido el peso del amor que te perdonó a ti.

El amor de Dios te cambia la mirada. Ya no ves pecadores… ves almas. Ya no ves enemigos… ves hermanos. Ya no ves ruinas… ves templos en construcción. Ya no ves hombres… ves potenciales árboles de justicia que caminaran dando sus frutos, llevando sanidad a las naciones.

Y entonces, comienzas a amar como Él, no desde la emoción, sino desde la identidad. No desde la simpatía, sino desde la redención.

Entonces, te vuelves testigo. No con palabras rimbombantes, sino con actos que gritan: “Cristo vive… y yo soy prueba viviente”.

Tu perdón grita. Tu compasión grita. Tu paciencia grita. Todo lo que antes era debilidad ahora se vuelve púlpito. Porque el amor de Dios transforma el barro en vasija que derrama vida.

Jesús sigue llamando. No desde una iglesia bien pintada. No desde un altar de oro. Sigue llamando desde la cruz, desde la tumba vacía, desde las heridas de los que aún esperan, desde un Reino que ya está entre nosotros.

Si hay algo que se quebró dentro de ti, que se estremeció al leer estas palabras, no lo ignores. Eso es el Espíritu moviéndose. Es Dios diciendo: “Es tiempo de amar como yo amo. Es tiempo de morir para vivir”.

Te bendigo con todo mi corazón…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Enseñanzas Recientes

También puede leer algunas de nuestras otras enseñanzas.

Contacto

Ministerios de La Gracia – Todos los Derechos Reservados.