Job, más vigente que nunca

¡Será que tenemos que perderlo todo para poder ver a Dios...!

     Mis amados hermanos, ¿quién de ustedes ha sentido alguna vez el frío abrazo de la pérdida, la angustia de no saber a dónde ir? O, quizás, ¿quién de ustedes se siente aún hoy, en este preciso instante, perdido en un mar de dudas, sin un puerto al que llegar? Si esa es tu historia, si esa es tu verdad en este momento, déjame decirte con todo mi corazón que este día, este preciso instante, es el día de tu encuentro. No es una coincidencia, es una cita divina.

Pero para que este encuentro transforme el alma hasta la médula, es necesario que te pierdas. Sí, lo has oído bien: para encontrarte, debes perderte, pero no en la oscuridad del desespero, sino en la luminosa vastedad de Cristo. Y quiero ser claro en esto: no es una opción más entre muchas, no es una alternativa. Es el único camino, la única forma de que tu alma, que hoy quizás se siente fragmentada, encuentre su verdadero hogar.

Recordemos las palabras del Maestro en Mateo 22:37-40: «Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.» En estas palabras se encierra la clave de nuestra existencia. Amar a Dios con todo nuestro ser, con cada fibra de nuestro espíritu, de nuestra mente, de nuestra voluntad. Y luego, amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Pero, ¿cómo podemos amar verdaderamente a otros si no sabemos quiénes somos, si no hemos aprendido a amarnos a nosotros mismos en la verdad que proviene de Él? Y, ¿cómo podemos amarnos a nosotros mismos si no nos hemos perdido primero en Él?

Surge entonces una pregunta fundamental: ¿Es malo aferrarse a lo que uno es? En absoluto, mis hermanos. No hay mal en ello. El problema, la verdadera fuente de nuestro falla, radica en aferrarse a lo que no somos, en creer firmemente que somos algo que en realidad no corresponde a nuestra verdadera esencia, a la imagen y semejanza que Dios imprimió en nosotros. ¿Qué sucede cuando nos aferramos a esa ilusión, a esa falsa identidad que hemos construido con ladrillos de miedo, de expectativas ajenas, de logros pasajeros? Lo que ocurre es que perdemos la preciosa oportunidad, y con ella la habilidad, de aprender quién fuimos llamados a ser en verdad desde el principio, desde el momento mismo de nuestra concepción en el corazón de Dios. Nos convertimos en vasijas llenas de vacíos, persiguiendo sombras en lugar de abrazar la luz.

Jesús, con su sabiduría infinita y su amor, siempre buscó despertar a aquellos que se aferraban a lo superficial, a lo transitorio. En Mateo 24:1-2, vemos una escena reveladora: «Cuando Jesús salió del templo y se iba, se acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del templo. Respondiendo él, les dijo: ¿Veis todo esto? De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada.» ¡Qué palabras tan impactantes! Los discípulos, maravillados por la magnificencia de la construcción, señalaban los imponentes muros. Pero Jesús les mostró que todo aquello, por grandioso que pareciera, era pasajero, efímero. ¿Y dónde está hoy ese templo? Sus piedras fueron derribadas.

Esto nos lleva a una reflexión profunda: ¿Dónde está el verdadero sitio de adoración al Padre? ¿Dónde está ese lugar, esa cosa, o incluso esa persona del mundo a quien en lo más íntimo de tu ser le entregas tu adoración, tu tiempo, tu energía, tus anhelos más profundos? Podría ser tu trabajo, tus posesiones, tu imagen, tus relaciones, tus propias ideas de éxito. Juan 4:21 nos dice: “Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.” Y luego, en Juan 4:23, una verdad que nos sacude el alma: “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren.”

El verdadero sitio de adoración no está en un lugar físico, ni en ritos externos, ni en monumentos humanos. El verdadero sitio de adoración es Cristo mismo. Él es el camino, la verdad y la vida. Sin Él, no hay adoración que realmente llegue al Padre, porque Él mismo nos lo enseñó: «sin Él nada podemos hacer». Piensen en esto, mis amados: si queremos hablar con Dios, lo hacemos en Cristo. Si anhelamos adorar a Dios, lo hacemos en Cristo. Si buscamos el consuelo del Padre, lo hallamos en Cristo. Si deseamos sanar las heridas más profundas de nuestro corazón, la sanidad está en Cristo. Si queremos saber quiénes somos realmente y para qué fuimos llamados, la respuesta, la única respuesta verdadera, la encontramos en Cristo.

Mateo 11:27 nos revela una verdad que deberíamos atesorar en lo más hondo de nuestro ser: «Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar.» Es tan sencillo y tan profundo a la vez. Todo es con, por y para el Hijo. Desconocer esta verdad universal, mis hermanos, nos inhabilita para cumplir el propósito para el cual fuimos creados. Es como intentar construir una casa sin cimientos, como querer navegar sin una brújula. Nos perderemos, una y otra vez.

No se trata de nosotros, mis amados, no se trata de los edificios del templo, de nuestras obras o de nuestros méritos. Se trata de nosotros en Cristo, porque somos nosotros, en unión con Él, la habitación donde nos encontramos con Dios. Nosotros en Cristo somos el lugar de adoración, el templo perfecto del cual fuimos hechos a imagen y semejanza. Siempre seremos el templo de adoración para aquellos que estamos en Cristo.

Todo, absolutamente todo, fluye desde el Hijo, se cumple en el Hijo y vuelve al Hijo. Ignorar esta verdad no es un simple error, una pequeña equivocación en el camino. Es vivir sin raíz ni rumbo, como tierra seca sedienta de lluvia que jamás llega, como un alma sin aliento vital. Quien no ha visto al Hijo, en su esencia, en su verdad, en su amor, aún no ha comenzado a ver la realidad. Y quien no ha sido revelado por Él, quien no ha permitido que el Hijo le muestre al Padre, aún no ha nacido a la verdadera vida, a la plenitud para la que fue diseñado.

Por eso, quiero invitarlos a que repitan conmigo, no solo con sus labios, sino con la convicción que nace de lo más profundo de su ser, estas palabras que encierran nuestra verdadera identidad en Él: «Soy templo que camina, soy sacrificio vivo, soy sacerdote, soy rey sobre la tierra, soy iglesia, soy Esposa de Cristo, solo en Él soy sin mancha y sin arruga, en Él, soy Reino de los Cielos en la tierra, en Él, soy hijo, y en Él, soy y jamás dejaré de ser.»

Y ahora, para cerrar este tiempo de reflexión, los invito a que piensen por un momento: ¿Quién eres cuando todo lo que parecía definirte desaparece? Cuando el trabajo se acaba, y el vacío laboral te confronta. Cuando los hijos se alejan y el nido queda vacío. Cuando la pareja ya no está, y la soledad te abraza. Cuando los amigos se van, uno a uno, y te sientes aislado. Cuando el dinero se esfuma como agua entre los dedos, y las posesiones se pierden sin dejar rastro. ¿Quién queda en ese momento de despojo total?

Esta pregunta no busca asustarte, sino despertarte. Porque hay momentos en la vida donde el ruido ensordecedor del mundo se detiene de golpe, y todo lo que parecía sostenernos, aquello a lo que nos aferrábamos con uñas y dientes, se cae estrepitosamente. Y es en ese silencio, en esa aparente desolación, donde, paradójicamente, nos encontramos a nosotros mismos, pero también es donde muchos desean con fuerza que sus vidas terminen.

¿Recuerdan a Job? Era un hombre recto e íntegro, temeroso de Dios y apartado del mal. Tenía una gran familia, inmensas riquezas, salud y una reputación intachable. Pero lo perdió todo. Absolutamente todo, excepto la esposa que en su desesperación, lejos de consolarlo, le añadió más dolor. Perdió a sus hijos, sus bienes, su salud, hasta el punto de desear la muerte. En su mente, sin todo eso, no quedaba nada de Job. Él pensó que estaba completamente vacío. Pero algo extraordinario, algo verdaderamente milagroso, sucedió en medio de su dolor más profundo: Job descubrió quién realmente era. Había oído hablar de Dios antes, sí, lo conocía de oídas, de la tradición, de la enseñanza. Pero ahora, en medio de su despojamiento, ¡lo veía!

Y aquí está la verdad que atraviesa el alma y sana corazones quebrantados: «El único propósito de lo que creemos tener, es servir de estorbo para no llegar a ver a Dios.»

En ese ver, en esa visión clara y dolorosa de Dios en medio de la adversidad, Job entendió. Él no era solo un padre afligido, ni un esposo que sufría, ni un hombre rico empobrecido. Él era mucho más. Él era portador de algo eterno, inmutable, que ninguna pérdida podía arrebatarle: la imagen y semejanza de Dios mismo.

Así somos tú y yo, mis amados. Somos infinitamente más que nuestros títulos, nuestros roles en la sociedad, nuestros logros académicos o profesionales, nuestras posesiones materiales, nuestras relaciones o nuestras pérdidas. Somos, en lo más íntimo de nuestro ser, la imagen de lo divino. Y aunque el mundo, con sus embates y sus vientos, nos despoje de todo lo que creemos tener, hay algo que jamás, bajo ninguna circunstancia, se nos puede quitar: lo que Dios puso en nosotros, la chispa de su propia esencia, su imagen y semejanza, el aliento de vida que nos hace ser.

Cuando todo se cae a tu alrededor, cuando el suelo bajo tus pies parece desvanecerse, es precisamente en ese momento que Dios te llama, te susurra al oído. Te recuerda, con un amor que sobrepasa todo entendimiento, que no eres lo que posees, ni lo que logras, ni lo que los demás dicen de ti, ni siquiera lo que la vida te quita. Eres lo que Él ve en ti, lo que Él puso en ti, lo que Él creó en ti. Y eso, mis amados, eso no tiene fin. Es eterno, inquebrantable, y es la fuente de la verdadera sanidad para todo corazón quebrantado. Amén.

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