Imagina que estás en una gran ciudad, llena de luces y caminos amplios. Entre estos caminos, hay una calle angosta con un pequeño arco de piedra que conduce a un lugar desconocido. Muchos pasan de largo porque les parece demasiado estrecho, demasiado incómodo. Otros saben que deberían entrar, pero el esfuerzo les parece demasiado grande. Así es el Reino de Dios: un lugar al que se entra por decisión, por sacrificio y servicio. La mayoría conoce el camino, pero pocos quieren recorrerlo.
Jesús dijo:
“Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.” (Mateo 7:13-14)
La historia de la humanidad está marcada por este dilema: saber lo que es correcto, pero no querer hacerlo. La resistencia a entrar en el Reino no nace de ignorancia, sino de comodidad. No es que no sepamos qué hacer, es que preferimos no hacerlo.
Piensa en alguien que quiere escalar una montaña. Observa fotografías del paisaje, estudia las rutas, compra el equipo adecuado. Habla con otros escaladores, se emociona con la idea de alcanzar la cima. Pero cuando llega el momento de caminar, duda. El ascenso es difícil, el clima es implacable y el cansancio lo hace cuestionar su decisión. No es que no sepa cómo hacerlo, es que no quiere enfrentar la dificultad del viaje.
En la vida espiritual ocurre lo mismo. Muchos saben lo que deben hacer para vivir en el Reino de Dios: arrepentirse, servir, amar sin condiciones, sacrificar su propio ego. Pero el esfuerzo les parece demasiado grande. Prefieren la comodidad, o como lo describen Las Escrituras: “Volver a Egipto”.
“Y al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado.” (Santiago 4:17)
El problema no es la falta de conocimiento, sino la falta de voluntad.
El apóstol Pablo, en su carta a los Romanos, describe la lucha interna que todos enfrentamos:
“Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.” (Romanos 7:19)
Sabemos lo que nos conviene, lo que nos traerá verdadera paz, pero elegimos la resistencia. En el fondo, todos conocen lo que deben hacer para cambiar su vida, para dejar atrás la esclavitud del pecado y vivir en obediencia a Dios. Pero no quieren. No les apetece. No tienen energía para hacerlo.
La entrada al Reino no es simplemente un deseo o un pensamiento. Es una acción. Jesús lo dejó claro cuando dijo:
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame.” (Lucas 9:23)
El Reino exige entrega, exige sacrificio. No basta con desearlo, hay que tomar acción.
El joven rico en el Evangelio de Marcos es un ejemplo perfecto de esta lucha. Vino a Jesús con una pregunta sincera:
“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Marcos 10:17)
Jesús le respondió con amor, pero con una exigencia clara:
“Anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme.” (Marcos 10:21)
La respuesta de aquel joven fue el reflejo de millones de corazones:
“Pero él, afligido por esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones.” (Marcos 10:22)
Sabía lo que tenía que hacer. Pero no quiso. Quizá, su posesión más grande era su voluntad, la cual tendría que dejar por la voluntad de Cristo.
La comodidad, el apego, el temor al sacrificio, todos estos son obstáculos en la entrada al Reino. Jesús nunca prometió que el camino sería fácil, pero sí aseguró que valía la pena.
“El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo.” (Mateo 13:44)
La diferencia entre intentar y hacer en el Reino, es la acción de amor. Quienes verdaderamente entran en el Reino no son aquellos que lo piensan, sino los que lo viven. Son los que renuncian a sí mismos por amor a otros, los que aceptan el sacrificio, los que dan el paso.
Jesús nos advierte:
“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.” (Mateo 7:21)
Hoy, el llamado sigue vigente. No basta con saber, hay que actuar. No basta con intentar, hay que hacer.
La puerta está ahí, esperando ser cruzada. La pregunta es: ¿quieres hacerlo, o seguirás caminando por la ruta cómoda de la indecisión?
No es que no sepamos. Es que no queremos. Pero la decisión sigue en nuestras manos. ¿Seguiremos el camino ancho de la comodidad, o nos atreveremos a pasar por la puerta estrecha?
El Reino nos llama. ¿Responderemos?