El Timón

La sin hueso, pequeña y peligrosa, únicamente en Cristo puede ser domada.

     Imaginen un velero, sus blancas velas hinchadas por la brisa, deslizándose con gracia sobre las aguas azules. Cada uno de nosotros es ese velero, único y especial, diseñado para navegar por el océano de la vida. Este océano no siempre es tranquilo; a veces las olas son suaves, y otras, furiosas embestidas que amenazan con desviarnos de nuestro rumbo, y si nos descuidamos hasta nos pueden llevar al fondo del mar.

El viento, representa las circunstancias que nos rodean, los desafíos y las oportunidades que se cruzan en nuestro camino. A veces sopla a nuestro favor, impulsándonos con fuerza hacia nuestros sueños y metas. En esos momentos, sentimos la alegría de avanzar con facilidad, de ver cómo nuestros esfuerzos se ven recompensados. Pero otras veces, el viento se torna adverso, empujándonos en dirección contraria, levantando olas que nos zarandean y nos hacen sentir que luchamos contra una fuerza invisible.

En medio de esta danza constante entre la calma y la tempestad, entre el viento favorable y el contrario, hay una pieza fundamental que determina nuestro destino: el timón. Este timón, mis queridos navegantes, es nuestra lengua, las palabras que pronunciamos, las ideas que dejamos escapar de nuestra boca.

¿Alguna vez se han detenido a pensar en el poder inconmensurable que reside en nuestras palabras? Son mucho más que simples sonidos; son semillas que plantamos hoy, capaces de germinar, afectando nuestra vida y la de los que nos rodean. Pueden ser semillas de amor, de esperanza, de aliento, capaces de florecer en actos de bondad y comprensión. Pero también pueden ser semillas de odio, de resentimiento, de crítica destructiva, capaces de marchitar corazones y generar dolor.

Santiago, en su carta, nos ofrece una imagen poderosa de la lengua. En el capítulo 3, versículos 3 al 5, nos dice: “Si ponemos freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, dirigimos así todo su cuerpo. Mirad también las naves; aunque son tan grandes, y son movidas por vientos impetuosos, son dirigidas por un timón muy pequeño por donde el que las guía quiere. Así también la lengua es un miembro pequeño, pero se gloría de grandes cosas.”

La lengua es un timón pequeño que dirige una nave pequeña o inmensa. Así de poderosa es nuestra lengua. Una palabra dicha con ligereza puede llevarnos a una tormenta, mientras que una palabra pronunciada con sabiduría y amor puede calmar las aguas más turbulentas.

Santiago continúa en los versículos 6 al 8: “Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno. Porque toda especie de bestias, y de aves, y de serpientes, y de animales del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal.

Estas palabras nos invitan a una profunda reflexión. La lengua, siendo un miembro tan pequeño, tiene la capacidad de causar un daño inmenso, comparable al fuego que arrasa un bosque o al veneno que paraliza el cuerpo. ¿Cuántas relaciones se han roto por una palabra hiriente? ¿Cuántos corazones se han cerrado por una crítica despiadada? ¿Cuántas oportunidades se han perdido por un comentario negativo?

Pero la analogía del fuego también tiene otra lectura. El fuego, bien controlado, puede darnos calor, luz y energía. De la misma manera, nuestra lengua, cuando se usa con amor, puede iluminar el camino de otros, calentar corazones fríos y generar la energía necesaria para construir puentes de entendimiento.

En Proverbios 18:21 encontramos una verdad fundamental que debemos grabar en lo profundo de nuestro ser: “La muerte y la vida están en poder de la lengua; y el que la ama comerá de sus frutos.” ¡Qué declaración tan impactante! Nuestras palabras tienen el poder de dar vida, de inspirar, de construir, de sanar. Pero también tienen el poder de traer muerte, de desanimar, de destruir y de herir. Y lo que sembramos con nuestra lengua, eso mismo cosecharemos. Los frutos de nuestras palabras serán los que alimenten nuestra propia existencia y la de quienes nos rodean.

No te engañes, puedes decir palabras muy buenas, pero si nacen de intenciones oscuras, entonces esas palabras aunque hermosas, te llevarán a la ruina.

Consideren las palabras de Jesús en Mateo 12:36-37: “Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado.” Estas palabras nos alertan sobre la responsabilidad que tenemos sobre cada expresión que sale de nuestra boca. No hay palabra insignificante; todas tienen un peso y una consecuencia.

Ahora, volvamos a nuestro velero. Si el timón está torcido, por más que las velas estén hinchadas y el viento sea favorable, la nave no llegará a su destino deseado. Se desviará, dará vueltas en círculos o incluso encallará en rocas peligrosas. No estamos llamados a hacer lo bueno o lo malo, estamos llamados a hacer lo correcto, la justicia del Padre. Todo puede parecer apropiado y bueno a nuestros ojos, sin embargo, si no es la voluntad del Padre, llegaremos al puerto de muerte eterna, te suena: “apartaos de mí, no os conocí, hacedores de maldad”.

Pero, ¿qué sucede cuando el timón está firme y la mano del navegante es experta y sabia? Incluso cuando el viento sopla en contra y las olas se levantan, el velero puede mantener su rumbo, sorteando los obstáculos con determinación y confianza hasta encontrar el viento favorable. De igual forma, cuando nuestra lengua está guiada por la sabiduría, la bondad y el amor de Dios, podemos enfrentar las dificultades de la vida con entereza, transformando los desafíos en oportunidades de crecimiento y fortalecimiento.

Piensen en las palabras de ánimo que han recibido en momentos difíciles. ¿Cómo les hicieron sentir? ¿Les dieron fuerzas para seguir adelante? Ahora piensen en las palabras hirientes que alguna vez les dijeron. ¿Cómo les afectaron? ¿Cuánto tiempo tardaron en sanar esas heridas? ¿Aún hay heridas abiertas?.

Como niños, aprendemos a hablar, a expresar nuestros deseos y necesidades. Pero a medida que crecemos, debemos aprender también a elegir nuestras palabras con cuidado, a entender el impacto que tienen en los demás y en nosotros mismos, es por eso que debemos aprender de Jesús, Él hablaba sólo lo que le oía al padre decir. Debemos convertirnos en navegantes conscientes de nuestro timón, aprendiendo a dirigirlo con sabiduría y amor.

Como adultos, tenemos la responsabilidad de ser modelos para los más jóvenes, parte de nuestra misión, es saber pasar el testigo a las próximas generaciones, la iglesia del Señor está como está por afanarse con ir al cielo, olvidándose de pasar el testigo a las nuevas generaciones de Reyes y Sacerdotes en esta tierra. Nuestras palabras y la forma en que nos comunicamos moldean la percepción del mundo y enseñan el poder de la lengua. Seamos ejemplos de palabras de vida, de palabras que edifican y sanan.

La vida nos presentará vientos favorables y adversos. Habrá momentos de alegría y momentos de tristeza, desafíos que nos harán tambalear y oportunidades que nos impulsarán hacia adelante. Pero en medio de todo ello, recordemos siempre el poder del timón que poseemos: nuestra lengua.

Aprendamos a usarla para construir puentes en lugar de muros, para sembrar esperanza en lugar de desesperación, para ofrecer consuelo en lugar de crítica. Nuestras palabras deben ser un faro en la noche, guiando a otros a Cristo.

En Colosenses 4:6 se nos aconseja: “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno.” Nuestras palabras deben ser agradables, llenas de gracia, pero también deben tener sustancia, como la sal que sazona y preserva. Debemos pensar cuidadosamente antes de hablar, considerando el momento, la persona y el impacto que nuestras palabras puedan tener.

Recordemos las palabras de Jesús en Lucas 6:45: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca.” Lo que sale de nuestra boca es un reflejo de lo que hay en nuestro corazón. Si nuestro corazón está lleno de amor, de bondad, de perdón, nuestras palabras serán un reflejo de ello. Pero si nuestro corazón alberga resentimiento, amargura o envidia, esas emociones tarde o temprano se manifestarán en nuestras palabras.

Por eso, la tarea de cuidar nuestro timón comienza en el corazón. Debemos cultivar los pensamientos de la mente de Cristo, esforzándonos por comprender a los demás y perdonar las ofensas. Un corazón sano produce palabras sanas.

Así que, mis queridos navegantes, miremos hacia adentro. ¿Cómo está nuestro timón? ¿Está firme y bien dirigido? ¿O está torcido y causando estragos en nuestra navegación? Es tiempo de tomar el control, de ser conscientes del poder que reside en nuestras palabras y de usarlas con sabiduría y amor.

Recuerden siempre: lo que sale de nuestra boca, eso recibiremos. Si sembramos palabras de bendición, cosecharemos bendiciones. Si sembramos palabras de discordia, cosecharemos conflictos.

Que cada uno de nosotros se convierta en un navegante experto, capaz de dirigir su velero según su propósito, utilizando el poderoso timón de la lengua para construir un destino lleno de amor y paz. Que nuestras palabras sean siempre un reflejo de la luz que llevamos dentro, iluminando y salando nuestro camino y el de todos aquellos que navegan a nuestro lado. ¡Amén!

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