En las arenas movedizas de la historia humana sin Dios, donde las naciones se levantan y caen como olas en el océano, ha existido una danza constante entre el poder terrenal y la búsqueda de un orden trascendente. Los estados, en su afán por perpetuar su dominio, han tejido una tela de condiciones convenientes a sus propósitos, separando lo que ellos convenientemente llaman “religión” del ejercicio del gobierno. Esta división, presentada astutamente como un signo de progreso y tolerancia, a menudo oscurece la visión de cómo el Dios de los Cielos, según las Escrituras, concibió el gobierno entre los hombres: una administración guiada por Su sabiduría divina.
Imaginemos una casa. Para que sea fuerte y perdure, sus cimientos deben ser sólidos y su construcción debe seguir un plano maestro. Si los constructores deciden ignorar el plano original y construir según sus propias ideas, la casa puede parecer funcional al principio, pero con el tiempo, las grietas aparecerán, la estructura se debilitará y finalmente, podría derrumbarse. De manera similar, una nación construida al margen de los principios divinos, aunque pueda prosperar temporalmente, carece de la base firme para una justicia duradera y una paz genuina.
Las Escrituras nos presentan un panorama diferente, donde la guía de Dios no es un apéndice opcional, sino el fundamento mismo del gobierno justo. Tomemos el ejemplo del antiguo Israel. Desde Moisés recibiendo la Ley en el Monte Sinaí (Éxodo 20-23) hasta los reyes que debían gobernar según los mandamientos de Dios (Deuteronomio 17:14-20), la idea central era que la autoridad terrenal debía reflejar la autoridad celestial. La Ley no era simplemente un código religioso para individuos; era el marco legal y moral para toda la nación. La justicia, la equidad y el cuidado por los más vulnerables eran pilares de esta sociedad gobernada por los principios divinos.
Pensemos en el rey David. Antes de ser un guerrero y un rey, era un pastor. Dios lo escogió no por su linaje o su fuerza, sino por su corazón conforme al corazón de Dios (1 Samuel 13:14). Su reinado, aunque no exento de fallas humanas, buscó la justicia y la rectitud, reconociendo a Dios como la fuente última de su autoridad (Salmo 2). Los Salmos de David son un testimonio de cómo un gobernante podía buscar la guía divina para administrar su reino.
En contraste, las estrategias de los estados a menudo se centran en confinar la “religión” a una esfera privada, presentándola como una cuestión de creencias personales sin relevancia para la vida pública o del gobierno. Se argumenta que esto evita la imposición de una visión particular sobre todos los ciudadanos y garantiza la libertad de conciencia. Sin embargo, esta separación estratégica puede tener consecuencias profundas.
Imaginemos un jardín. Si el jardinero decide separar la fuente de agua (que podríamos analogar con la guía divina) de las plantas que necesitan ese sustento para crecer y dar fruto (la sociedad y el gobierno), las plantas inevitablemente se marchitarán. De manera similar, cuando una nación se desconecta de los principios morales y éticos que provienen de Dios, corre el riesgo de caer en la corrupción, la injusticia y la opresión.
La Biblia nos advierte sobre los peligros de confiar únicamente en la sabiduría humana y el poder terrenal. El profeta Jeremías clama: “¡Ay de los pastores que destruyen y dispersan las ovejas de mi rebaño! Dice Jehová” (Jeremías 23:1). Aquí, los líderes de la nación son comparados con pastores, responsables del bienestar de su pueblo. Cuando estos líderes se alejan de la guía divina, se convierten en agentes de destrucción en lugar de protectores.
Consideremos la historia de la Torre de Babel (Génesis 11:1-9). Los hombres, unidos por un solo lenguaje, decidieron construir una torre que llegara hasta el cielo, no para honrar a Dios, sino para hacerse un nombre. Su proyecto, basado en la ambición humana y la autosuficiencia, fue frustrado por Dios. Esta analogía nos muestra cómo los proyectos humanos, desprovistos de una dirección divina, pueden llevar a la confusión y la dispersión.
Los estados a menudo promueven la idea de que la “neutralidad” religiosa en el gobierno es la clave para la armonía social. Sin embargo, esta neutralidad a menudo se traduce en la exclusión de cualquier principio moral trascendente del debate público y la formulación de leyes correctas. El vacío dejado por la ausencia de una guía divina puede ser llenado por ideologías seculares que, aunque presentadas como racionales y objetivas, también tienen sus propios sistemas de valores y creencias, a menudo en conflicto con una visión del mundo basada en la fe. En realidad, estamos en presencia de un estado que usurpa la función de Dios, reconociéndose así mismo como poder y autoridad independiente de Dios.
Pensemos en un barco navegando sin una brújula. Puede moverse con la fuerza del viento y las olas, pero sin una dirección clara, corre el riesgo de desviarse de su curso, chocar contra rocas o perderse en el vasto océano. De manera similar, un gobierno que opera sin la brújula de los principios divinos puede ser arrastrado por las corrientes de la opinión popular, los intereses particulares o las ideologías cambiantes, perdiendo de vista el bienestar verdadero y duradero de su pueblo.
Las Escrituras nos ofrecen ejemplos de naciones que prosperaron cuando sus líderes buscaron la guía de Dios. El rey Salomón, al principio de su reinado, oró por sabiduría para gobernar a su pueblo (1 Reyes 3:5-15). Su sabiduría, que provenía de Dios, le permitió impartir justicia y traer prosperidad a Israel. Este ejemplo nos muestra el valor de un liderazgo que reconoce su dependencia de una sabiduría superior.
En contraste, la historia también está llena de ejemplos de gobernantes que se apartaron de los caminos de Dios y llevaron a sus naciones a la ruina. El rey Acab y su esposa Jezabel, por ejemplo, promovieron la idolatría y la injusticia en Israel (1 Reyes 16-22), lo que trajo juicio sobre la nación. Esta historia nos advierte sobre las consecuencias de rechazar la guía divina en el gobierno.
El Nuevo Testamento, aunque se centra principalmente en el reino espiritual, también tiene implicaciones para cómo los creyentes deben interactuar con las autoridades terrenales. Jesús enseñó a “dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:21). Esta declaración no aboga por una separación total entre la fe y la vida pública, sino que establece límites a la autoridad terrenal y reafirma la preeminencia de la autoridad divina. Los creyentes están llamados a ser ciudadanos responsables, obedeciendo las leyes justas y buscando la justicia en la sociedad (Romanos 13:1-7).
La separación estratégica de la “religión” y el gobierno a menudo lleva a una visión reducida del ser humano, considerándolo simplemente como un agente económico o un individuo con derechos puramente seculares. Se ignora la dimensión espiritual y moral intrínseca a la naturaleza humana, que es precisamente donde la guía divina ofrece una perspectiva invaluable. Una nación que se olvida de su dimensión espiritual corre el riesgo de perder su alma, priorizando el materialismo y el poder sobre la justicia y la compasión.
Imaginemos un cuerpo humano. Si separamos la cabeza (que representa la guía divina) del resto del cuerpo (la sociedad y el gobierno), el cuerpo se vuelve inerte y sin dirección. De manera similar, una nación que separa la sabiduría divina de su gobierno se arriesga a perder su vitalidad moral y su propósito trascendente.
Las Escrituras nos presentan la visión de un reino futuro donde la justicia y la paz reinarán bajo el gobierno de Dios (Apocalipsis 21-22). Esta visión, aunque escatológica, nos da una idea de cómo debería ser un gobierno ideal: uno donde la voluntad de Dios se cumpla plenamente en la tierra como en el cielo (Mateo 6:10).
Mientras tanto, los creyentes están llamados a ser luz y sal en el mundo (Mateo 5:13-16), influyendo en la sociedad y buscando la justicia en todas las esferas de la vida, incluyendo el gobierno. Esto no implica imponer una teocracia, sino vivir según los principios divinos y abogar por leyes y políticas que reflejen la justicia, la equidad y el amor al prójimo.
En conclusión, el engaño de separar estratégicamente la “religión” del gobierno perpetúa un status quo donde el poder terrenal a menudo opera al margen de la sabiduría divina, con consecuencias que pueden ser perjudiciales para la justicia, la paz y el bienestar verdadero de las naciones. En contraste, las Escrituras nos muestran un modelo donde la guía de Dios es fundamental para un gobierno justo y una sociedad floreciente. Como el plano maestro para una casa o la fuente de agua para un jardín, los principios divinos ofrecen el fundamento sólido y el sustento vital para la construcción de naciones que reflejen el corazón del Dios de los Cielos. La tarea para los creyentes es discernir este engaño y buscar activamente la influencia de los principios divinos en todas las áreas de la vida, incluyendo la forma en que se gobiernan las naciones, recordando siempre que la verdadera autoridad y la verdadera justicia emanan del único Dios verdadero.
Mientras más evites las Escrituras, más te separas del proyecto de vida que preparó Dios para ti. El llamado “cristiano de hoy” cae en autoengaño pretendiendo que es suficiente con escuchar la prédica de un pastor y no va directamente a las Escrituras por su pereza intelectual o su falta de hambre y sed por las cosas de Dios.
El “cristiano de hoy” se mueve más por una conducta adquirida, que por su genuino amor a Dios.
Doy gracias a Dios por la vida de hombres y mujeres que se resisten a formar parte del esquema del “cristiano de hoy”, y buscan llevar su cruz cada día para que se produzca en ellos el cumplimiento de todas las promesas que nos entregó nuestro Padre. Amén.